¿Cuándo es importante la desigualdad?

Tanto desde “la izquierda” como desde “la derecha” (hoy en día no se sabe a ciencia cierta que significan esos términos, pero ustedes me entienden); tanto aquellos que privilegian una mayor participación del Estado en la economía (directamente prestando servicios o regulando) como los que lo preferimos en un rol subsidiario, nos preocupamos por “la desigualdad”.

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Sin embargo, creo que es importante, como he señalado antes en algún artículo, que es necesario distinguir entre desigualdades[1]. No sólo entre distintos tipos de desigualdad (monetaria, acceso a servicios básicos, igualdad ante la ley, etc.), sino también entre las distintas causas y los distintos efectos. Sólo así podremos diseñar políticas públicas que sean efectivas, que realmente ataquen los problemas que nos preocupan (al menos aquellos sobre los que podamos lograr un consenso: pobreza extrema, por ejemplo).

Una primera distinción que considero fundamental es distinguir las fuentes de la desigualdad, es decir, por qué los pobres se hacen (o permanecen) pobres y los ricos se hacen ricos. Un error frecuente es pensar que los ricos se hacen más ricos “a costa de los pobres” o “explotando a los pobres”, cosa que podría tener sentido si no fuera porque el ingreso de los más pobres ha venido creciendo sostenidamente a nivel global.

Los ricos, en principio, se hacen más ricos porque han invertido (y cuando invierten están generando nuevos productos y empleo, entre otros) bien su dinero, o porque han inventado o producido un bien o servicio que la gente quiere, o han ideado una forma de venderlo. Ese enriquecimiento debe ser siempre bienvenido, incluso si genera desigualdad. Ese enriquecimiento se logra ofreciendo a los demás, ricos y pobres, bienes que desean y que les reportan un beneficio (piensen en cómo algunos bienes que hace pocos años eran un lujo hoy son adquiridos incluso por los más pobres, como la telefonía móvil). Como señala el flamante Nobel de Economía Angus Deaton: “El progreso no se da por igual. En este sentido, es uno de los grandes generadores de desigualdad. Pero es muy difícil reprochar este tipo de desigualdad».

Ahora, cuando el enriquecimiento se genera o se mantiene gracias a un privilegio obtenido del Estado, es distinto. Eso, que por cierto no es libre mercado sino mercantilismo, sí debe ser combatido. Pensemos, por ejemplo, en un monopolio creado por ley, en subsidios injustificados o en altos aranceles que protegen a los productores locales de la competencia internacional. Pensemos, también, en un mercado con instituciones excluyentes y con servicios públicos deficientes, en el que los pobres están atrapados en la pobreza.

En línea con ello, sí creo que es legítima una preocupación porque la desigualdad económica se traduzca en un “secuestro de la Democracia” como sostiene un reciente informe de Oxfam. Y esta es una segunda distinción muy importante, ya que no hablamos de una mera desigualdad de ingreso, sino de una desigualdad ante la ley. Si la democracia es controlada por determinados grupos de interés, ya no estamos en un contexto en el que uno se hace rico (principalmente) por mérito, sino que se hace rico gracias a una distorsión de las “reglas de juego”. Los «ricos» no sólo pueden protegerse de la competencia, también pueden ignorar políticas o reformas necesarias para que los más pobres puedan acceder a más oportunidades.

Un estudio de Bagchi y Svejnar (“Does Wealth Inequality Matter for Growth? The Effect of Billionaire Wealth, Income Distribution, and Poverty”, Noviembre 2013) explica cómo la desigualdad sí genera un efecto negativo en el crecimiento económico, cuando se ha adquirido a través de conexiones políticas (el ya mencionado mercantilismo). Ese no es ese el caso cuando la desigualdad se ha generado en condiciones de igualdad ante la ley.

Pero si vemos el problema como uno meramente de desigualdad de ingreso, corremos el riesgo de que las soluciones propuestas se centren demasiado en redistribuir la riqueza e inhiban su creación. Propuestas como más impuestos o más regulación de las condiciones de trabajo (aumento de sueldos mínimos, por ejemplo) atentan contra el crecimiento y “matan la gallina de los huevos de oro”. Muchas de ellas, además resultan difícilmente realizables (como la creación de un “impuesto global a la riqueza” sugerida por Piketty, por ejemplo).

¿Qué hacer entonces? Tenemos que seguir atacando la pobreza extrema (aquí sí redistribuyendo, pero haciéndolo bien, focalizadamente; proveyendo acceso a educación básica, salud, etc.) y promover la movilidad social. Además, resulta urgente realizar reformas institucionales que permitan “blindar” nuestras instituciones y “reglas de juego” contra el mercantilismo y que lo saquen de la inercia que las mantiene en la mediocridad, facilitando así a todos acceder al mercado en igualdad de condiciones.

Imagen del post: http://www.analitica.com/opinion/que-viva-la-desigualdad/
[1] Ian Vásquez, del Cato Institute, ha relevado esta necesidad recientemente en este artículo en El Comercio.

Acerca de Mario Zúñiga

Mario Zúñiga Palomino. Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. LLM, The George Washington University Law School. Estoy en Twitter como @MZunigaP.
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