¿Pueden dos empresas que compiten en el mercado ponerse de acuerdo acerca del nivel de dióxido de carbono que emitirán sus productos? ¿Pueden acordar niveles máximos o mínimos de material reciclado que usarán en sus productos? ¿Pueden las casas de moda ponerse de acuerdo sobre la fecha de lanzamiento de sus colecciones y los remates de fin de temporada “para evitar desperdicios”? ¿No es acaso claro que tales acuerdos apuntan al valioso objetivo social de proteger el medio ambiente y evitar desperdicios, promoviendo así la sostenibilidad? Dos recientes artículos en el Harvard Business Review (“When Climate Collaboration Is Treated as an Antitrust Violation”, 17 de octubre de 2022) y en el New York Times (“When Does Collaboration Become Collusion?”, 7 de noviembre de 2022) parecen implicar que el Derecho de la Libre Competencia es un obstáculo para que las empresas colaboren en aras de proteger la sostenibilidad.
Quizás porque las autoridades y especialistas en la materia hacemos énfasis en los acuerdos que son anticompetitivos, se asume muchas veces que el Derecho de la Libre Competencia restringe cualquier colaboración entre competidores.
Debemos aclarar esa confusión. El Derecho de la Libre Competencia solo prohíbe en algunos casos (y esto es, una prohibición relativa, sujeta a una comparación de efectos anti y pro-competitivos) aquellas colaboraciones que tienen la posibilidad de afectar la competencia. Sí prohíbe de manera absoluta un conjunto aún más reducido de “colaboraciones” que tienen una probabilidad muy alta de afectar la competencia (estos son los llamados “cárteles duros” o “hardcore cartels”, acuerdos limitados a la fijación de precios o condiciones de comercialización, o al reparto de clientes o territorios[1]).
Fuera de estos casos, las empresas colaboran todo el tiempo, incluso cuando son competidoras directas. Comparten infraestructura, se venden insumos, maquilan productos una de la otra, y, por supuesto, colaboran en acciones con impacto social: respuesta frente a emergencias sociales, como hemos visto en el Perú en casos de desastres naturales o más recientemente durante la pandemia del Covid-19.
Es innegable que cada vez es mayor la demanda, por parte de los consumidores incluso, de políticas comerciales consistentes con la sostenibilidad ambiental y otros objetivos socialmente valiosos. En poco más de 20 años, las inversiones sostenibles representan más de US$ 35 billones, más del 35% del total de activos administrados a nivel global (Global Sustainable Investment Alliance, 2020).
¿Cómo pueden entonces las empresas cumplir con las demandas de sus accionistas y otros stakeholders, y crear sinergias entre ellas para implementar políticas sosteniblessin incurrir en riesgos de libre competencia? La buena noticia es que esto no debería ser tan complicado. En la mayoría de casos puede separarse de manera relativamente sencilla las iniciativas que podrían constituir un riesgo de libre competencia de las que no. En primer lugar, una gran cantidad de iniciativas de sostenibilidad pueden tomarse de manera unilateral, caso en el que no existen riesgos relevantes de libre competencia[2].
En el caso de acuerdos entre competidores, como hemos visto, una gran cantidad de éstos caen fuera del ámbito de aplicación del Derecho de la Libre Competencia en la medida que ni siquiera tienen un impacto sobre la competencia. Entre dichos acuerdos podemos encontrar varios acuerdos relativos a iniciativa de sostenibilidad. Reunirse en un gran foro para discutir políticas de sostenibilidad; realizar propuestas normativas relativas a la sostenibilidad a través de gremios; acordar políticas para el manejo de residuos (que no impliquen restringir la oferta) son todos acuerdos válidos. Acaso la única precaución que hay que tener en estos casos es que, en el interín, no se intercambie información competitivamente sensible que pueda llevar a malinterpretar los acuerdos (por ejemplo: para aportar cuotas a una causa de manera proporcional las empresas pueden establecer una cuota proporcional a sus ventas). Para ello, los sistemas de cumplimiento nos ayudan a compartir la información con algunas salvaguardias (por ejemplo: compartir la información sobre ventas sólo histórica y no reciente, y exclusivamente a las personas que harán el cálculo).
Existen otros casos en los que los acuerdos tienen alguna posibilidad de afectar la competencia, pero son analizados bajo la llamada “regla de la razón”, porque también pueden tener efectos pro-competitivos. Aquí pueden entrar, por ejemplo, los acuerdos para la fijación de estándares de calidad. En estos casos, la doctrina y jurisprudencia comparada de Libre Competencia reconocen que tales acuerdos pueden tener un efecto positivo en la competencia. En estos casos, lo recomendable es realizar un análisis previo del acuerdo para tener seguridad respecto del impacto neto positivo del acuerdo.
¿Qué pasa en aquellos casos en los que el beneficio en términos de sostenibilidad pudiera ser mayor que el beneficio en términos de protección de la competencia? Las agencias de competencia no deberían hacer ese juicio de valor. Lo ideal es acudir al proceso democrático para que el legislador regule las exenciones que correspondan (tomando en cuenta, a su vez, las distorsiones que dichas exenciones podrían generar, ya que estas distorsiones también tienen un costo social).
Un trabajo coordinado entre las políticas de competencia y la regulación, con un adecuado análisis costo-beneficio de por medio, nos permite llegar a un balance más que razonable entre libre competencia y sostenibilidad. No es necesario modificar las leyes de Libre Competencia ni, sus objetivos, ni crear nuevos estándares. Sí, como en otros casos, la emisión de lineamientos por parte de las agencias de competencia aportaría más claridad.
[2] Salvo que la empresa tenga posición de dominio, caso en el cual habría que analizar si la iniciativa implica dejar de contratar con proveedores o distribuidores; lo cual podría ser interpretado, bajos ciertos supuestos, como una negativa injustificada de trato. MI posición personales es que dejar de contratar
Existe una línea de opinión según la cual sin una norma de control de concentraciones la legislación de libre competencia está “incompleta”[1], pues, frente al riesgo de ser sancionadas por cartelizarse, un grupo de empresas podría fusionarse y así elevar “el precio sin consecuencia legal alguna”[2]. Hace algunos meses, en el Simposio que el INDECOPI organizó a propósito de cumplirse un año de vigencia de la Ley de Control de Concentraciones en el país[3]; Rubén Maximiano, experto de la División de Competencia de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señaló, al tratar de sustentar la importancia de los regímenes de controles de fusiones, que las fusiones son “el cartel perfecto” (“like the ultimate cartel”, fue la frase exacta en inglés), precisamente por ello, porque podrían servir para subir los precios “impunemente”.
Imagen real de una adquisición. Foto: GettyImages.
Entiendo de dónde viene el argumento. Recordemos que el Derecho de la Libre Competencia nace en parte como una forma de combatir los “trusts”, que finalmente eran una forma de evadir las restricciones que el Derecho común ya imponía a las “restricciones al comercio”. Ahora bien, al recordar esto hay que tener en cuenta que los “trusts” eran prácticamente una fachada para un acuerdo que en realidad tenía por objeto fijar precios[4]. No estábamos ante una verdadera integración empresarial, algo que sí se da (o suele darse) en una fusión. Por eso, más allá de que se pueda señalar de que un régimen de control de fusiones es necesario o deseable, el describir, las fusiones y adquisiciones como una forma alternativa de “cartelizarse” es, por decir los menos, incompleto. Este detalle, en apariencia meramente semántico, puede tener relevancia en un contexto en el que desde varios frentes se está empujando a las agencias de competencia hacia una aplicación más agresiva de las normas de control de concentraciones[5].
Al describir las fusiones sólo como una forma de adquirir más poder de mercado, o cuota de mercado, o márgenes de ganancias, estaríamos dejando de lado algo muy importante: cómo es que se ganarían estas ventajas. No debemos olvidar cuál es el objeto del Derecho de la Libre Competencia. Como sea que lo expresemos (“el bienestar del consumidor” o “el proceso competitivo”), es claro que el Derecho de la Libre Competencia protege más un proceso que un resultado final; una dinámica en la que, en principio, se confía en que el mercado es la mejor forma de asignar los recursos, y la política de competencia busca remover barreras a esa dinámica, no forzar un resultado concreto. En ese sentido, no importa sólo lo que las empresas consigan en el mercado, sino cómo lo consiguen.
Aceptando ese enfoque de las fusiones estaríamos ignorando, además, décadas de literatura económica y de administración de negocios. Estaríamos ignorando, para empezar, los fundamentales aportes de Ronald Coase en “La Teoría Económica de la Empresa”: adquirir otras empresas (o líneas de negocio o activos) nos permite reducir costos de transacción y generar “economías de escala” en la producción. Según Coase:
“Parece ser que la razón principal por la que es rentable establecer una empresa es que hay un costo de usar el mecanismo de precios. El costo más obvio de ‘organizar’ la producción a través del mecanismo de precios es la de descubrir cuáles son los precios relevantes. Este costo puede reducirse, pero no será eliminado, por la aparición de especialistas que vendan esta. Los costos de negociar y concluir un contrato por separado para cada transacción de intercambio que tiene lugar en un mercado también deben ser tomados en cuenta”[6].
La respuesta sencilla podría ser “celebremos contratos de largo plazo”. No es tan sencillo. Explica el mismo Coase que:
“Hay, sin embargo, otras desventajas -o costos- de utilizar el mecanismo de precios. Se puede desear hacer un contrato a largo plazo para el suministro de algún artículo o servicio. Esto puede deberse al hecho de que si se hace un contrato de un contrato a largo plazo, en lugar de varios más cortos, entonces se evitarán ciertos costes de realización de cada contrato. O, debido a la actitud frente al riesgo de los interesados, pueden preferir hacer un contrato a largo plazo en lugar de uno a corto plazo. Ahora bien, debido a la dificultad de preveer el futuro, cuanto más más largo sea el plazo del contrato para el suministro de la de la mercancía o del servicio, es menos posible y, de hecho, menos que la persona que compra especifique lo que que se espera de la otra parte contratante”[7].
Coase, es cierto, hace su argumento principalmente respecto de las fusiones verticales; pero éstos pueden ser entendidos también aplicables a las fusiones horizontales en la medida que éstas últimas generan “economías de escala”. Hay que tomar en cuenta, además, que no es inusual que en el mercado muchas adquisiciones que son calificadas como “horizontales” tienen un componente de “verticalidad” (por ejemplo: una empresa de consumo masivo que se compra a otra del mismo rubro, pero que quiere aprovechar la red de distribución propia que esta última tenía).
No podemos tampoco dejar de lado ese elemento de “empresarialidad” que frecuentemente es ignorado en la literatura de libre competencia y la práctica del Derecho de la Libre Competencia. Tal como señala Kirzner, en una publicación con más de 50 años, pero que muy posiblemente mantiene plena vigencia:
“Una economía que enfatiza el equilibrio tiende, por lo tanto, a pasar por alto el papel del empresario. Su papel se identifica de alguna manera con los movimientos de una posición de equilibrio a otra, con ‘innovaciones’ y con cambios dinámicos, pero no con la dinámica del proceso de equilibrio en sí mismo.
En lugar del empresario, la teoría de precios dominante se ha ocupado de la empresa, poniendo mucho énfasis en sus aspectos de maximización de beneficios. De hecho, este énfasis ha inducido a error a muchos estudiantes de teoría de precios a entender la noción de empresario meramente como el centro de la toma de decisiones de maximización de beneficios dentro de la empresa. Pero han pasado completamente por alto el papel del empresario en la explotación del conocimiento superior sobre las discrepancias de precios dentro del sistema económico”[8](el énfasis es nuestro).
Lo aquí señalado se condice con la evidencia (poco representativa, quizás, pero con un conocimento cercano) que uno adquiere cuando es testigo de algunas de estas operaciones, ya sea como asesor externo o trabajando directamente en una empresa. Las empresas que toman control de otras están buscando explotar (aun más) las ventajas comparativas que pueden tener respecto de quien está cediendo el control. A veces una empresa cuenta (o cree que cuenta) con conocimiento o activos (mayor conocimiento del mercado, mejores estrategias de ventas, una red de distribución, más o mejor financiamiento, activos estratégicos, fórmulas, entre otros) que le permiten aprovechar mejor que el vendedor ese conjunto de capital, conocimiento y trabajo que es la empresa.
El empresario, sobre todo el exitoso, lo es porque ve lo que otros no ven. Beatriz Boza lo reseña bien en un fragmento de su libro “Empresarios”, en el que narra la compra de la cadena de supermercados “Santa Isabel” por el grupo Intercorp. El principal accionista del grupo, Carlos Rodríguez-Pastor había decidido ya entrar al rubro del retail, y cuando en 2003 el grupo holandés Ahold, propietario de la cadena, la puso a la venta; llegó la oportunidad. La movida era arriesgada, considerando que Santa Isabel estaba operando a pérdida y endeudada. Pero Rodríguez-Pastor venía estudiando lo que pasaba en otros mercados y sabía que tener participación en el negocio de supermercados le permitiría llegar a más clientes de crédito de consumo; además de ofrecerle otras oportunidades de integración vertical. La operación no puede calificarse sino como exitosa. En 2014 la empresa facturó más de US$ 1250 millones, con un margen EBITDA de 6.2% y alcanzó el 34.1% de cuota de mercado[9].
Rodríguez-Pastor vio las sinergias que otros no vieron, pero además se atrevió a asumir el riesgo: “‘Nadie nunca vio las sinergias’, concluye el empresario, recordando a los empresarios y ejecutivos que le advertían que iba a quebrar tras la adquisición de los activos de Ahold.‘Hoy tenemos un circuito de retail que nadie más puede tener”[10].
Estas sinergias y eficiencias, en línea con lo anterior, son reconocidas por las autoridades de competencia[11], que incluso entran a analizarlas sólo si la operación representa algún riesgo para la competencia. Nótese, en ese sentido, que incluso cuando las fusiones pueden tener algún efecto anticompetivo, existen eficiencias que podrían compensarlo. Es por eso que la gran mayoría de operaciones de concentración son aprobadas por las autoridades de competencia alrededor del mundo.
Existe evidencia según la cual empresas sancionadas en casos de cárteles luego optan por fusionarse[12], pero esto lo que amerita es que las autoridades de competencia pongan mayores esfuerzos en perseguir esas operaciones de concentración, no que se adopte un enfoque mucho más agresivo para revisar todas.
No planteo, por supuesto, que no exista control de concentraciones o si quiera que sea permisivo. Algunas fusiones pueden en efecto representar un riesgo para la competencia. Pero al analizarlas, de manera técnica y con evidencia, es importante reconocer que los empresarios pueden tener un sinnúmero de razones válidas de negocio para concretar una operación, razones que muchas veces no son totalmente formalizadas o incluso comprendidas por ellos mismos[13], ya que se actúa bajo un alto grado de incertidumbre y riesgo. La principal motivación del empresario es maximizar su beneficio, pero ni siquiera es que podamos asumir que este será mayor luego de “concentrar” el mercado[14].
Las agencias de competencia deben reconocer ello, y no presumir intenciones o impactos anticompetitivos. El Derecho de la Libre Competencia, y en particular los regímenes de control de concentraciones en todo al mundo requieren que se demuestre el impacto negativo sobre la competencia, y ello es así, precisamente, porque las fusiones no son como un cártel.
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* Gracias a Hugo Figari y Walter Alvarez por sus comentarios a un borrador inicial de este texto. Cualquier error u omisión sigue siendo, por supuesto, responsabilidad mía.
[1] El debate sobre la necesidad de contar con una Ley de Control de Concentraciones en el Perú se politizó y polarizó demasiado. Quienes se oponían llegaron a afirmar que era inconstitucional (muy discutible) o que constituía una política intervencionista (algo que creo, no se puede asumir sin más, sino que es contingente al tipo de norma que se apruebe o cómo esta se aplique). Por otro lado, los promotores de la norma, alegaban un inevitable escenario de mercados concentrados y monopolios de no aprobarse la norma (sin evidencia empírica de ello). Mi posición personal fue inicialmente escéptica, considerando que la prioridad desde un punto de vista de política de libre competencia debería seguir siendo desregular para eliminar barreras de entrada y perseguir cárteles. Dicho esto, una norma bien diseñada y bien aplicada (es decir, que en general no bloquee fusiones que no dañan la competencia, célere y que cuente con una adecuada protección de la interferencia política) no tiene por qué ser perjudicial para los mercados y puede reportar beneficios en términos de evitar fusiones anticompetitivas.
En el Perú, la Comisión de Defensa de la Libre Competencia y su Secretaría Técnica lo vienen haciendo correctamente, creemos. A la fecha, de las más de 20 solicitudes, se ha aprobado la gran mayoría sin condiciones, y una de manera condicionada. Además, se han resuelto las solicitudes en un promedio de 23 días, por debajo del plazo legal.
[2] Ver, por ejemplo, el “peer review” elaborado por la OCDE, en el que se recomienda al Perú aprobar un régimen de control de concentraciones: ““Perú debe marcarse como prioridad el establecimiento de un régimen de control de concentraciones, dado que, en ausencia del mismo, los competidores pueden eludir la prohibición de los acuerdos anticompetitivos mediante la oportuna concentración ―con efectos potencialmente similares a los de cualquier cártel inmune a las investigaciones antimonopolio”. ORGANIZACIÓN PARA LA COOPERACIÓN Y EL DESARROLLO ECONÓMICOS. Exámenes inter-pares de la OCDE y el BID sobre el derecho y política de competencia: Perú. 2018. P. 12. Disponible en: https://www.oecd.org/daf/competition/PERU-Peer-Reviews-of-Competition-Law-and-Policy-SP-2018.pdf
[3] Pueden ver el video completo del evento aquí, lo recomiendo.
[4] Sobre el particular, puede verse el excelente libro de WERDEN, Gregory J. The Foundations of Antitrust. Durham: Carolina Academic Press, 2020. Pp. 11 – 19. Werden reseña cómo el término “trust” había perdido su sentido legal original (que podríamos traducir al castellano como “fideicomiso”), pasando a designar “todo tipo de acuerdo destinado a matar la competencia”.
[6] COASE, Ronald. The nature of the firm. En: Economica. No. 4. pp. 390-391. Traducción libre del siguiente texto: “The main reason why it is profitable to establish a firm would seem to be that there is a cost of using the price mechanism. The most obvious cost of ‘organising’ production through the price mechanism is that of discovering what the relevant prices are. This cost may be reduced but it will not be eliminated by the emergence of specialists who will sell this information. The costs of negotiating and concluding a separate contract for each exchange transaction which takes place on a market must also be taken into account”.
[7] Ibid., p. 391. Traducción libre del siguiente texto: “There are, however, other disadvantages-or costs of using the price mechanism. It may be desired to make a long-term contract for the supply of some article or service. This may be due to the fact that if one contract is made for a longer period, instead of several shorter ones, then certain costs of making each contract will be avoided. Or, owing to the risk attitude of the people concerned, they may prefer to make a long rather than a short-term contract. Now, owing to the difficulty of forecasting, the longer the period of the contract is for the supply of the commodity or service, the less possible, and indeed, the less desirable it is for the person purchasing to specify what the other contracting party is expected to do”.
[8] KIRZNER, Israel. Competition and Entrepreneurship. Chicago: University of Chicago Press, 1973. P. 27. Traducción libre del siguiente texto: “An economics that emphasizes equilibrium tends, therefore, to overlook the role of the entrepreneur. His role becomes somehow identified with movements from one equilibrium position to another, with ‘innovations,’ and with dynamic changes, but not with the dynamics of the equilibrating process itself.
Instead of the entrepreneur, the dominant theory of price has dealt with the firm, placing the emphasis heavily on its profit-maximizing aspects. In fact, this emphasis has misled many students of price theory to understand the notion of the entrepreneur as nothing more than the focus of profit-maximizing decision-making within the firm. They have completely overlooked the role of the entrepreneur in exploiting superior awareness of price discrepancies within the economic system”.
[9] BOZA, Beatriz. Empresarios. 14 decisiones empresariales que han transformado el Perú. Lima. EY-Deusto, 2015. pp. 156-157.
[11] Ver, por ejemplo, la sección Efficiencies de los (todavía vigentes, aunque en revisión) Horizontal Merger Guidelines, emitidos conjuntamente por el Department of Justice y la Federal Trade Commission de los Estados Unidos de América. Disponibles en: https://www.justice.gov/sites/default/files/atr/legacy/2010/08/19/hmg-2010.pdf
[13] Siempre es bueno regresar, en este punto, a las importantes reflexiones del Juez Easterbrook. Ver: EASTERBROOK, Frank. Limits of Antitrust. En: Texas Law Review, No. 63, Vol. 1, 1984.
[14] ALBRECHT, Brian. Op. Cit. Albrecht explica claramente por qué no puede asumirse, sin más, que las ganancias monopólicas serán mayores que las ganancias en duopolio.
La Constitución de 1993 dio un giro de 180 grados respecto de su antecesora en materia de tratamiento de los monopolios; y fue un giro en el sentido correcto. Por supuesto, el mayor impulso a la competencia no provino de las propias normas de competencia —inicialmente poco importantes en una economía que transicionaba del dirigismo, con el Estado como protagonista, hacia una economía social de mercado— sino de las reformas económicas implementadas desde inicios de los años 90 y del régimen económico en general, con su protección de la propiedad privada, promoción de la inversión privada, desregulación y apertura comercial.
«Esta pequeña maniobra podría costarnos 51 años».
Estado y mercado no deben ser, por supuesto, instituciones excluyentes, sino complementarias; pero si queremos promover la competencia debemos mirar al futuro y no al pasado. Lamentablemente, eso no es lo que se está haciendo. En el tercer artículo de esta serie, relativa a cómo se pretende modificar el régimen económico, abordaremos los cambios propuestos en relación con la protección que el Estado otorga a la competencia y, en particular, cómo regula a los monopolios. Al mismo tiempo que se pretende, como vimos en los dos artículos anteriores (aquí y aquí), facilitar una mayor intervención del Estado en la economía, se quiere ser “más duro” con los monopolios, oligopolios y con las “posiciones de dominio”.
Aunque hay hasta cuatro proyectos que pretenden modificar el artículo 61 de la Constitución, analizaremos principalmente el Proyecto de Ley N° 01705/2021-PE, presentado por el Poder Ejecutivo el 8 de abril del presente año. Este proyecto busca prohibir de manera absoluta “los monopolios, oligopolios, acaparamientos, especulación o concertación de precios, así como el abuso de posiciones dominantes en el mercado”. Esto contrasta notablemente con el texto actual, que no prohíbe las posiciones monopólicas ni la obtención de una posición de dominio, sino solamente el abuso de tales posiciones. Además, se elimina la disposición contenida en el articulado vigente que prohíbe que mediante Ley se creen monopolios o autoricen concertaciones (algo que no es extraño en las economías planificadas).
La posición supuestamente “más dura” contra los monopolios es, en realidad, una “prohibición imposible”, tal como explica Alfredo Bullard (La Prohibición Imposible, 2003). Prohibir un monopolio no tiene sentido porque es impracticable. El monopolio es un equilibrio de mercado que no se da porque un agente económico así lo decida, sino que puede ser el resultado de muchas decisiones de productores y compradores de bienes y servicios. Puede ser resultado del proceso competitivo mismo. Puede darse, también, por un “accidente histórico” (por ejemplo, transnacionales que dejan un mercado debido a una situación geopolítica en particular). Prohibir los monopolios es algo así como prohibir la congestión vehicular: puedes regular el tránsito, pero si miles de conductores deciden ir a un mismo lugar al mismo tiempo, o si hay un accidente que hace una vía intransitable, ésta se dará.
Además de ser impracticable, prohibir los monopolios es una mala política pública, porque ignora que un monopolio o posición dominante puede darse en virtud de la preferencia de los consumidores. Si una empresa goza de la preferencia de los consumidores porque su producto o servicio les reporta valor, ya sea por su mejor calidad, precio, distribución; o incluso por atributos más subjetivos como el estatus o la confiabilidad, bienvenida sea su posición de liderazgo. En determinadas industrias, por lo demás, los costos fijos necesarios para prestar el servicio determinan que sea más eficiente (léase, más barato) que menos empresas presten el servicio.
Si realmente queremos promover la competencia, hay mucho por hacer; pero no es necesario para ello reformar el régimen económico de la Constitución. Es importante, en primer lugar, proteger lo avanzado en términos de lucha contra los cárteles, donde el INDECOPI ha avanzado muchísimo. Aunque las multas impuestas no deben ser necesariamente el indicador de una buena aplicación de las normas de Libre Competencia, sí pueden ser una buena señal si partimos de un escenario en el cual no se detectaban y sancionaban suficientes cárteles. Ello era así en el Perú. Sin embargo, entre 2010 y 2020 el monto de multas impuestas se ha multiplicado por más de 20 veces.
Estos avances en la lucha contra los cárteles han sido posibles, en buena medida, gracias a los programas de clemencia, que permiten que los agentes económicos participantes de un cártel puedan ser beneficiados con una reducción de las multas si colaboran con la autoridad para detectar o demostrar un cártel. El Congreso de la República, lamentablemente, asestó un duro golpe contra este mecanismo al aprobar en agosto de 2020 la Ley No. 31040, Ley que modifica el Código Penal y el Código de Protección y Defensa del Consumidor, respecto del acaparamiento, especulación y adulteración. Esta norma permite al Ministerio Público iniciar un proceso penal sin que haya decisión previa sobre el caso del INDECOPI. La ley tampoco otorga protección alguna a la empresa que ha accedido a un programa de clemencia. Era totalmente previsible que esta posibilidad redujera los incentivos para colaborar con la autoridad, y así está sucediendo, según reportó la Dirección Nacional de Investigación y Promoción de la Libre Competencia en el último “Día de la Competencia”.
En segundo lugar, y tal como lo recomienda la OCDE, es necesario brindar más presupuesto y recursos humanos a la Dirección Nacional de Investigación y Promoción de la Libre Competencia para el monitoreo de mercados y la elaboración de estudios de mercado. Ello debería incluir la creación de un equipo especializado dentro de la mencionada dirección, dedicado exclusivamente a la elaboración de abogacías de la competencia. Esto es, cabe mencionar, algo que el equipo de la citada dirección ya viene haciendo, y con buenos resultados. Pero con mayores recursos podrían hacer mucho más. Estas investigaciones tendrían un impacto positivo al promover la mejor regulación o incluso desregulación de determinados sectores en los que el marco legal genera barreras a la competencia.
En lo que respecta al marco institucional, ya existen propuestas para otorgar al INDECOPI la calidad de organismo constitucionalmente autónomo, con un mejor proceso de nombramiento de sus autoridades. Esto debería aprobarse. Las reformas que aquí planteo las explico con mayor detalle en un documento de trabajo que elaboré para IPAE, en el marco de sus “Rutas Perú” para el Desarrollo Nacional. Lo pueden encontrar aquí.
Como vemos, es posible mejorar el marco legal e institucional de protección de la competencia en aras de contar con mercados más abiertos y que reporten más beneficios para los consumidores; pero los cambios que se proponen a nivel constitucional no constituyen un avance, sino todo lo contrario.
Los gremios pueden cumplir un rol muy valioso en una economía (social) de libre mercado como la peruana. Ellos representan los intereses del sector empresarial, y deberían ser el canal de comunicación entre estos y el Estado peruano. Este contacto es valioso no sólo para las empresas (esa es la parte que se suele mirar), sino también para el propio Estado, porque puede acceder de esta forma a más y mejor información sobre el funcionamiento de los mercados y de las empresas, lo que a su vez permite diseñar mejores políticas públicas.
Pero para cumplir este rol adecuadamente, es importante que los gremios tengan legitimidad; que gocen de buena reputación frente al sector público y frente a la sociedad en su conjunto. Los funcionarios públicos deben saber que las propuestas e ideas defendidos por los gremios tienen también como objetivo incrementar el bienestar social. Y para ello, además de contar con un buen gobierno y nivel técnico, es indispensable que los gremios cuenten con un verdadero compromiso con la Libre Competencia, lo cual incluye, por supuestos, contar con programas de Cumplimiento de Libre Competencia robustos.
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En efecto, aunque a primera vista pareciera ser innecesario, considerando que los gremios no compiten en el mercado, lo cierto es que sí pueden ser promotores o facilitadores de acuerdos anticompetitivos. Un reciente estudio del Banco Mundial (Fixing markets, not prices. Policy options to tackle economic cartels in Latin America and the Caribbean, 2021), que analiza los cárteles detectados y sancionados por las agencias de competencia de Latinoamérica y el Caribe entre 1980 y 2020, señala que un 44% de los cárteles de alcance local detectados en la región en dicho periodo involucraba la participación de un gremio. La cifra llega al 21% en el caso de cárteles de alcance nacional.
A nivel local, el Indecopi (Guía de Asociaciones Gremiales y Libre Competencia, 2019) ha considerado que distintos gremios funcionaron como plataforma facilitadora de conductas anticompetitivas hasta en 30 casos en todo tipo de industrias, desde pequeños productores y transportistas hasta sofisticados servicios como seguros o hemodiálisis. En algunos casos incluso los promovieron.
¿Qué debemos hacer en ese contexto? Todo empieza por crear y mantener una cultura de respeto a la libre competencia, desde el más alto nivel (y en el caso de los gremios, ello implica que los miembros también deben estar alineados con esa cultura). No podría ser de otra forma en un contexto en el que la frontera entre lo legal y lo reputacional es cada vez más difusa, y en el que se empieza a identificar a conductas anticompetitivas con ilícitos más graves (Pedro Felipe Robledo, superintendente de la Superintendencia de Industria y Comercio de Colombia comenzaba sus exposiciones con un mensaje clarísimo: “colusión es corrupción”). Este compromiso con la libre competencia debe ser adoptado formalmente por el órgano de gobierno más alto del gremio y consagrado en su Estatuto, Código de Conducta o similar.
Luego de ello, debe identificarse las conductas que generan más riesgos en los gremios. En términos generales, pueden presentarse riesgos de adopción de conductas anticompetitivas. En primer lugar, en los gremios las empresas realizan numerosas actividades conjuntas y comparten información; y aunque hagan esto con la finalidad de realizar colaboraciones legítimas, es posible que una gran cantidad de acuerdos o intercambios de información puedan llegar a ser o interpretarse como anticompetitivos. Se puede realizar, por desconocimiento de la norma, alguna propuesta para coordinar precios. A pesar de que, al menos en el sector empresarial, mucha gente ya conoce las normas de libre competencia y tiene al menos la noción de que no se puede acordar un precio entre competidores, probablemente identifican dicha conducta con un acuerdo expreso de aumento de precios. Muchos directivos de empresas ignoran que, por ejemplo, no hay “cárteles benignos”: un cártel para bajar un precio o para “evitar la quiebra” es también ilícito. Se ignora también que los acuerdos indirectos (del tipo “hub & spoke”) también son sancionables.
En segundo lugar, pueden presentarse riesgos de exclusión a competidores. Los gremios, por ejemplo, podrían excluir a nuevos entrantes a través del establecimiento de estándares técnicos demasiado exigentes, que podrían tornarse en barreras de entrada al mercado. Muchas veces estas conductas pueden confundirse con la legítima abogacía de una determinada regulación. Precisamente por ello es necesario realizar estas actividades con los controles necesarios. También podría ser que se considere que un gremio maneja un “recurso esencial” para competir y, por ende, el no admitir a un nuevo asociado tiene un efecto exclusorio.
Ambos tipos de riesgos deberían gestionarse a través de un programa de cumplimiento, que incluya responsables claros y, entre otros factores, un manual de libre competencia que establezca claramente qué se puede hacer o no hacer; así como protocolos para conductas específicas, tales como el manejo de reuniones (desde las convocatorias hasta las actas, pasando por las agendas y recordatorios de las conductas prohibidas durante las sesiones). Estas reglas y protocolos permitirán a los equipos reaccionar con “automatismos” ante posibles infracciones; lo cual protege al gremio y a sus asociados en la eventualidad de una investigación o procedimiento.
Contar con estos controles permitirá a los gremios evitar sanciones legales y reputacionales que podrían incapacitarlos para cumplir su función. Más vale gestionar que lamentar.
Estoy seguro que muchos de ustedes han oído hablar de la planta nuclear de Fukushima, en Japón. Pocos, sin embargo, habrán oído hablar de la planta nuclear de Onagawa, en el mismo país. Como saben, el 11 de marzo de 2011 tuvo lugar un fuerte terremoto, que duró seis minutos y es el cuarto terremoto más fuerte entre los que se tiene registro. Este terremoto a su vez desató un terrible tsunami con olas de 13 metros que penetraron la costa hasta una altura de 40 metros sobre el nivel del mar. Esta gran de masa de agua llegó hasta la planta nuclear de Fukushima y terminó generando la fusión del reactor. La pérdida de energía en la planta había apagado el sistema de enfriamiento del reactor, resultando en la acumulación de gas de hidrógeno. Aunque los trabajadores de la planta trataron de enfriar el reactor manualmente, la acumulación de gas terminó generando la expulsión de gases en la atmósfera y suelo. Hasta el día de hoy, parte del distrito de Fukushima es inhabitable.
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Esta historia parece ser una clara lección: no construyamos más plantas nucleares en zonas sísmicas, o por lo menos no al nivel del mar. Excepto por un pequeño detalle: la planta nuclear de Onagawa en el mismo país también está construida al nivel del mar y además estaba 30 kilómetros más cerca del epicentro del terremoto que Fukushima. El reactor no hizo fusión, no estalló. La planta no sufrió ningún daño serio[1].
El problema de Fukushima no fue correr el riesgo (instalar plantas nucleares vale la pena, como veremos más adelante) sino que lo hizo sin tomar algunas precauciones que la hubieran preparado para gestionar el riesgo adecuadamente.
En contraposición al muy conocido caso de Fukushima, tenemos el poco publicitado, discutido y conocido caso de Onagawa. Los operadores de la planta de Onagawa entendieron los riesgos que estaban corriendo. También eran una planta en una zona sísmica y cerca al mar. Pero gestionaron ese riesgo. Para empezar, construyeron la planta a una mayor altura, para hacerla menos vulnerable a los tsunamis. Además, el personal estaba altamente entrenado y había planificado escenarios de emergencia. Así que estaban listos para apagar el reactor, y lo apagaron.
Ya hemos explicado en episodios pasados del podcast el sesgo de disponibilidad y cómo nos conduce a maximizar ciertos riesgos. El sesgo de disponibilidad, como explica Steven Pinker no sólo opera cuando tenemos más información sobre un tema, sino también en función del impacto que nos produce más información. Por eso, por ejemplo, tenemos más miedo de volar en avión que de viajar en auto, pese a que el riesgo de accidentes en mucho mayor en el segundo caso[2]. El accidente de avión es algo que no sólo es más cubierto (porque es más noticia), sino también es un evento que percibimos como una tragedia, catastrófico. Por eso, también, tenemos muy presente ciertos accidentes nucleares como los de Chernobyl y Fukushima, y no tenemos presente las más de cuatrocientos plantas nucleares en el mundo sin emergencias.
Este sesgo llevo a muchos países en el mundo a sobreestimar los riesgos derivados de la operación de plantas nucleares y, pese a que la energía nuclear resulta considerablemente más segura y limpia que otras fuentes de energía, como las generadas por carbón o petróleo, muchos activistas (curiosamente entre los que se cuentan ambientalistas) y comunidades se oponen a su utilización debido al temor que generan los supuestos riesgos a la salud, e incluso a una eventual catástrofe, originados por la radiación que emiten las plantas nucleares.
Luego del evento de Fukushima, no se hicieron esperar llamados, muchas veces informados por el denominado “principio precautorio”, para replantear las políticas de energía nuclear en varios países. El caso de Alemania es paradigmático[3]. Antes del accidente, Alemania contaba con 16 reactores operativos que satisfacían el 51% de la demanda total de energía en el país. Pero después del citado accidente, y probablemente atendiendo a las demandas de grupos ecologistas y de parte de la población, el gobierno decidió cerrar inmediatamente los siete reactores más antiguos y paralizar las reparaciones y actualizaciones de otros reactores que se encontraban en curso. Asimismo, se estableció que el resto de reactores se cerrará progresivamente, teniendo como fecha límite el año 2022. Hoy en día Alemania cuenta con sólo tres reactores operativos.
Pero… ¿cuál sería el resultado de esta política “antinuclear”? Innegablemente, de una gran magnitud. Hay un gran impacto económico, en primer lugar, no sólo para Alemania sino para otros países de la región. Sólo el cierre de los siete reactores antes mencionados determinó que las importaciones alemanas de energía aumenten, aumentando los precios de toda la región. Por otro lado, las emisiones de carbono aumentaron, ya que el gobierno alemán ha tenido que construir nuevas plantas a carbón y a gas.
Un estudio de investigadores de la universidad de Berkeley, Santa Bárbara y Carnegie Mellon estimó los costos de desfasar la energía nuclear en Alemania en 12 mil millones de dólares anuales, siendo que 70% de ese costo lo constituye el riesgo adicional de mortalidad que viene asociado al uso de combustibles fósiles[4].
Por otro lado, un paper de Neidell, Uchida y Veronesi publicado en 2019[5] alega que el cesar la operación de las plantas nucleares en Japón originó un aumento de precios en la energía que, a su vez, habría resultando en 1280 muertes adicionales por frío. Sí, de frío. Esto contrasta con el hecho de que a la fecha sólo se ha documentado una muerte causada por el desastre de Fukushima. Somos conscientes, por supuesto, que perder incluso una vida es una tragedia. Es posible que ese mero cálculo, que puede percibirse como “frío” no les guste algunos. Pero sería irresponsable no tomar en cuenta esa información al adoptar una política pública respecto de las plantas nucleares. Por supuesto, somos conscientes de que a lo que la gente le teme no es al hecho de que se produzca una muerte, sino a que se produzca una catástrofe nuclear como en el caso de Chernobyl. Pero, como vemos, eso es una posibilidad bastante remota.
Por supuesto, quienes toman estas decisiones, los políticos, tienen sus propios incentivos y sesgos. Ellos optarán por la política que les genere menos costos a ellos. Y los costos de no usar la energía nuclear son muchas veces menos perceptibles por los votantes que los costos de usarla.
La decisión de cerrar plantas nucleares puede tener además un costo en términos de salud pública considerable. Herbert Inhaber, del Consejo Canadiense de Control de la Energía Atómica. Estimó que la mortalidad derivada de una sola planta a base de carbón podría estar en el rango de 50 a 1600 muertes, mientras que una planta nuclear no causaría más de 2.5 a 15 muertes. Por lo tanto, causar un cambio de una planta nuclear a una planta a carbón generaría el triple de mortalidad y posiblemente miles de muertes más[6].
Del mismo modo, John Fremlin, un científico nuclear británico, ha calculado en diversos papers que la generación de energía eléctrica a través de petróleo y carbón causaría más de cincuenta muertes por cada planta de 10 gigawatts por año, mientras que las plantas de gas natural y de energía nuclear causarían menos de una. Esto pasa no sólo porque las plantas de carbón o diesel contaminan más, sino porque su propia operación es más peligrosa[7].
En el caso de Europa, además, la decisión de cerrar plantas nucleares ha tenido otro costo: el geopolítico. Hoy Europa depende en buena medida del gas ruso y eso ha permitido no sólo que el Estado ruso acumule significativos recursos a lo largo de estos años, sino que le quitó a los europeos una palanca de presión importante para poner fin a la guerra. Lo ideal sería que desde el inicio de la guerra se haya estado en la capacidad de prescindir de este recurso y se tenga así un mecanismo de presión contra dicho país.
Como vemos, la evidencia científica disponible en el sentido de que la energía nuclear es mucho más limpia y segura que otros tipos de energía es abundante. Prevenir está bien, pero debemos hacernos siempre la pregunta: ¿de qué nos estamos perdiendo?
* Este post está basado en el guión de este episodio de “Hora Libre”, el podcast que publico gracias al Comité de Lectura. Dada la referencia a algunos papers y links interesantes, creo que puede resultar útil para algunos publicarlo en este formato.
[2] Ver: PINKER, Steven. Rationality: what it is, why it seems scarce, why it matters. New York: Viking, 2021. pp. 119-122.
[3] Ver: KRAMM, Lars. The German Nuclear Phase-Out After Fukushima: A Peculiar Path or an Example for Others? En:Renewable Energy Law and Policy Review. Vol. 3, No. 4 (2012), pp. 251-262.
[4] JARVIS, Stephen, DESCHENES Olivier y JHA, Akshaya. The Private and External Costs of Germany’s Nuclear Phase-Out. Energy Institute at Haas Working Paper 304R. Enero 2020. Disponible en: https://haas.berkeley.edu/wp-content/uploads/WP304.pdf
Parafraseando a Harold Demsetz, regular precios para combatir los precios altos es como combatir el calor rompiendo los termómetros. Los precios —ese era el principal punto de Demsetz— son señales de un fenómeno económico subyacente (la escasez del bien cuyo precio aumenta), y reducirlos artificialmente no aumenta la cantidad ofrecida del bien, tal como romper los termómetros no va a bajar la temperatura.
Conviene recordar esto porque nuevamente se ha propuesto regular los precios de las medicinas. En efecto, el Congresista Carlos Zeballos de Perú Democrático ha presentado un proyecto de Ley que propone que los precios de los medicamentos se regulen “mediante una metodología que debe recoger las mejores prácticas internacionales de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y de países con economías de libre mercado comparables al Perú”. Más allá de la referencia a la OCDE, que busca darle un cariz técnico a esta regulación de precios, la propuesta establece que “el precio máximo de cada medicamento debe estar en una banda alrededor del precio menor que tenga este medicamento, en una lista de precios de seis países comparables al Perú, con economías de mercado”.
Ya hemos escrito sobre la regulación de precios de las medicinas antes (“Controles de precios: una receta que ya probamos”, 1 de junio de 2020); pero, más allá de los efectos negativos esperables (más escasez y mercados negros), puede ser importante explorar qué efectos ha tenido una regulación similar a la planteada en otras jurisdicciones.
Existen diversas metodologías para regular precios; pero, a diferencia de escenarios en los que la fijación estatal de precios es parte de la receta ortodoxa, como en el caso de los denominados “monopolios naturales” (piensen en los servicios de agua y saneamiento o electricidad); en el caso de los medicamentos no estamos hablando de un solo proveedor ni de un solo producto. Eso hace que recabar la información que usualmente se necesita para siquiera pensar en fijar el precio de un producto o servicio (información sobre costos o ingresos marginales de cada empresa, márgenes de ganancia, o sobre el valor de los productos) sea considerablemente más complicado y costoso en términos de gestión pública.
El método planteado puntualmente por el proyecto materia de comentarios es el denominado sistema de “precios de referencia internacionales” (PRI), en virtud del cual se fija el precio máximo en un país a partir de los precios que rigen para un medicamento dado en un conjunto de países que se toma como referencia. Este sistema no sólo es, al menos en apariencia, más “sencillo”; sino que ha sido aplicado con supuesto éxito en un país cercano como Colombia.
Un estudio publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (Tatiana Andía, “El ‘efecto portafolio’ de la regulación de precios de medicamentos”, 2018) nos permite inferir, sin embargo, que más allá de un aparente éxito inicial, la regulación de precios de los medicamentos tiene un “efecto secundario”: la cantidad de productos regulados consumidos aumenta y suben los precios de los productos no regulados, incrementando de esa manera el gasto social total en medicamentos.
Lo novedoso del estudio mencionado es que, a diferencia de otras evaluaciones de impacto de la regulación de precios, no se analizó sólo los precios y los cambios en la oferta y la demanda de los productos regulados, sino que se analizó el comportamiento de los portafolios completos de las principales compañías farmacéuticas en el país (es decir, incluyendo los precios de otros productos no regulados). Así, lo que inicialmente parecía un “éxito” de la regulación de precios, expresado en “una reducción en los precios de alrededor del 42% de media anual, y un ahorro anual estimado de 200,3 millones de dólares”; al medir el portafolio completo de medicinas indicaba que “el gasto farmacéutico total del país aumentó en un 23% entre los años 2012 y 2015”.
Los resultados de este estudio, por supuesto, no pueden extrapolarse sin más a la realidad peruana. Muchos factores pueden afectar los cambios en los precios de los medicamentos, regulados y no regulados. No obstante, el estudio nos deja una lección fundamental: no puede diseñarse una regulación sin ignorar la posible respuesta estratégica de la industria regulada.
Los precios “muy altos” de los medicamentos son sólo síntomas del verdadero problema: la escasez. La verdadera solución, que, comprendemos, no es sencilla, ni inmediata, es permitir un mayor acceso a éstos. ¿Cómo? Como en muchas dolencias, no hay una solución mágica, sino que se requiere más bien de un cambio de “estilo de vida”. En el caso de las políticas públicas, un cambio de enfoque: debemos facilitar la inversión privada, la investigación y mejorar el acceso a medicamentos innovadores; mejorar nuestro sistema de aprobación de nuevos medicamentos (hoy demasiado lento), hacer más eficientes las compras estatales (comprando a gran escala, permitiendo que incluso establecimientos de salud privados se sumen). Aumentar también el presupuesto para la adquisición de medicamentos sería un gran comienzo.
Hace varias semanas se viene incluyendo en la agenda del Pleno del Congreso de la República un proyecto de Ley (PL No. 415/2021) que propone modificar el Código de Protección y de Defensa al Consumidor para implementar reglas que supuestamente “protegen al consumidor” que adquiere bienes o servicios a través de plataformas digitales.
Más allá de lo cuestionable de la propuesta en fondo (incluye controvertidas figuras como la del “derecho al arrepentimiento”, la obligación de que todos los proveedores cuenten con RUC y domicilio físico en el país, o la equiparación entre intermediarios y proveedores, generando obligaciones poco razonables a los primeros) y forma (en el procedimiento legislativo se ha ignorado dictámenes y opiniones que debieron ser escuchados); consideramos que el proyecto tiene una falla de origen: no se ha analizado a profundidad su real necesidad.
¿Es realmente necesaria una regulación específica para el comercio electrónico? El PL parece partir de la premisa de que una “nueva economía” requiere una nueva regulación. Pero las normas de protección al consumidor están llamadas a ser de aplicación general, y responden ya a las preocupaciones que dan origen al PL con razonable solvencia.
Por otro lado, es notoria en la exposición de motivos del dictamen la ausencia de una perspectiva de competencia. ¿Es el mercado de comercio electrónico uno que presenta problemas de competencia o “fallas de mercado” significativas? La evidencia indica que, con matices propios de cada producto y de cada plataforma; los mercados de comercio electrónico suelen ser competitivos. Ello hace menos necesaria la intervención del Estado para establecer las reglas de juego. Uno podría apuntar a la existencia de “asimetrías de información”; pero no son tan importantes como para aprobar reglas especiales. Este es un mercado de «bienes experiencia», en los que el proceso prueba-error nos permite identificar con relativa eficiencia los productos de nuestra preferencia. En cualquier caso, bastan para ello las reglas generales establecidas en la legislación de protección al consumidor (obligaciones de información oportuna, completa y veraz, y respeto al principio de idoneidad).
Recordemos que las condiciones de comercialización son también un factor relevante para que los consumidores escojan entre una marca u otra, entre un distribuidor o comercializador y otro. Así, distintos proveedores tendrán reglas distintas para la devolución de productos, y los consumidores tendremos distintas opciones. Hoy en día ya muchos proveedores contemplan la devolución de productos (bajo ciertas condiciones) incluso cuando no hay un defecto o incumplimiento, que es precisamente lo que busca el “derecho al arrepentimiento”. Pero esa devolución implica costos (reprocesos del pago, costos de transporte en la devolución, entre otros) que no necesariamente pueden asumir las pequeñas empresas o emprendimientos que han incursionado en el comercio electrónico especialmente durante la pandemia. Una norma que obligue a todas las empresas a devolver al consumidor los pagos efectuados simplemente porque así lo desean podría afectar desproporcionadamente a los pequeños negocios, que no tienen la misma capacidad logística, personal o flujo de caja necesarios para ello. Esta obligación, podría incluso llegar sacarlos del mercado, afectando indirectamente a los consumidores que tendrían menos opciones a su disposición.
Es en atención a ello que diversas organizaciones de micro y pequeñas empresas se han opuesto vocalmente a este proyecto. Sus voces deberían ser escuchadas.
Hace aproximadamente un año me invitaron a participar en un conversatorio sobre la Ley de Control de Concentraciones y, al sostener las conversaciones preliminares con los organizadores caí en la cuenta de que estábamos camino a tener un “manel” más. Planteé a los organizadores convocar a al menos una mujer al evento. Recibí como un respuesta un “genial… pero encárgate tú”. Dado que ya estábamos un poco cortos de plazo, fue complicado; pero pudimos convocar y contar con la participación de una gran expositora. Me quedé, sin embargo, con la sensación de que no debería ser tan complicado. Que no debería ser una cuestión de último minuto, tampoco. Los eventos, desde su concepción, deberían tener en mente el aspecto de género.
Muchos organizadores de eventos y colegas me han contado que es difícil contar con la participación colegas mujeres; pero en mi experiencia personal me ha tocado trabajar con y para una gran cantidad de estupendas profesionales temas de Libre Competencia, tanto en firmas de abogados como en la Comisión y el Tribunal de Defensa de la Competencia del INDECOPI. En el Perú tenemos muchas expertas trabajando en Libre Competencia, tanto abogadas como economistas; pero, como pasa en tantos otros rubros, están sub-representadas en medios y en eventos académicos.
¿Cómo es posible que quienes trabajamos en Libre Competencia impongamos (o, al menos, no nos opongamos a) estas “barreras a la entrada”? Más profesionales de Libre Competencia nos traerán, precisamente, más competencia; y con eso incentivos para que se genere más calidad e innovación en el rubro.
Mi reacción inmediata fue publicar un post en redes sociales, pidiendo a algunos contactos que trabajan en el tema que compartan nombres de mujeres trabajando temas de Libre Competencia en el país. Pero claramente eso no sería suficiente. Lo ideal sería contar con una lista en la que los organizadores de eventos, productores de medios y, quién sabe, empleadores en busca de talento, puedan acceder a la información de profesionales en el tema, de manera fácil y permanente. Un punto de partida es esta lista, que incluyo como una sección permanente de esta web. La misma lista también estará en poder de Voceras.org, una organización sin fines de lucro que busca visibilizar a mujeres expertas y mujeres líderes en los medios de comunicación, y contribuir a cerrar la brecha de participación de las mujeres en el debate público.
¿Cómo hicimos la lista?
Luego de publicar el post en antes mencionado, convoqué a Andrea Alvarez Tapia, una abogada que además de trabajar temas de Libre Competencia cuenta con expertise en temas de género, y nos pusimos (aquí comenzamos a escribir en plural) a trabajar algo más organizado. Hicimos un formato online para compartirlo en diversos círculos profesionales a través de nuestras redes sociales y contactos profesionales. Conversamos con Denisse Rodríguez Olivari y David Reyes de voceras.Org para tener guía de alguien que ha trabajado en temas similares.
Luego de recibir la información de parte de alrededor de más de 50 profesionales, filtramos la lista utilizando los datos objetivos de su curriculum vitae: donde han trabajado o estudiado, principalmente Luego de ello, hemos clasificado a las profesionales en Tier 1 y Tier 2, basándonos principalmente en la experiencia (Más de 10 años y más de 5 años respectivamente).
También hemos incluido una lista de “Jóvenes Valores a Seguir”, considerando la gran cantidad de profesionales jóvenes que nos escribieron.
Luego de tener una primera lista le pedimos a Ivo Gagliuffi que nos ayude dándole una mirada, para corregir cualquier posible error. Hay que mencionar aquí que Ivo Gagliuffi implementó como Presidente del INDECOPI importantes avances en la institución en materia de equidad de género. Cualquier error en la lista o su diseño, es completamente nuestra responsabilidad, por supuesto. Solicitamos también el apoyo de una gran economista peruana; pero un importante nombramiento en el camino impidió que nos apoye con la revisión de la lista.
El espíritu de la iniciativa es el de la búsqueda de una mayor equidad de género , por supuesto; pero es necesario aplicar un filtro porque de lo contrario se puede ir en contra de lo que se quiere promover: más representación de la mujer en el debate.
Esta lista es el comienzo, no es cerrada, ni consideramos esta completa
Sabemos de muchas muy buenas profesionales que no nos han escrito con su información. Puede ser por falta de tiempo, o porque simplemente no les llegó la convocatoria. Por favor, si sientes que podrías o deberías estar en la lista, mándanos tu información, con gusto la incluiremos (danos un tiempo para actualizarla). Si mandaste tu información y crees que nos equivocamos al no incluirte, también por favor, escríbenos y revaluaremos nuestro filtro inicial. Dado que nos han escrito algunas abogadas y economistas del extranjero, así como abogadas que trabajan otros temas cercanos al Derecho de la Libre Competencia (por ejemplo, Competencia Desleal o Protección al Consumidor) pensaremos en hacer crecer otra lista o publicas otras adicionales (¿una lista iberoamericana? ¿otra de Derecho de la Competencia en general?).
Somos conscientes de que esta lista no es suficiente para promover equidad de género en el rubro, ya que las mujeres en su diversidad enfrentan distintos retos. Sabemos que las mujeres, incluso si llegan a ser más visibles, enfrentarán otras barreras (por ejemplo, carga de trabajo desigual en el hogar, o prejuicios presentes especialmente en algunas industrias). Pero creemos que este primer paso puede ayudar y ser importante.
Hace algunas semanas, en un episodio de #HoraLibre, el podcast que estoy publicando gracias al Comité de Lectura, explicaba el llamado “principio de subsidiariedad”, considerando que la creación de empresas públicas está de nuevo “en boga”. Pueden escuchar el episodio aquí.
Creo que por la cantidad de referencias utilizadas en ese episodio, vale la pena reproducir el texto en un post, con algunas anotaciones adicionales y ediciones para adaptarlo este formato:
Parte importante de la agenda política del gobierno contempla la creación de empresas públicas; es decir, empresas que participan en mercados como proveedores de bienes y servicios, que pueden aparentar ser como cualquier otra empresa privada (con la forma societaria de una sociedad anónima, por ejemplo), pero que tienen como único accionista al Estado peruano. Son empresas públicas el Banco de la Nación, SERPOST, Petroperú. A veces el Estado no crea una empresa propiamente dicha, pero alguna institución estatal actúa proveedor en el mercado. Por ejemplo, cuando el Instituto Peruano del Deporte o la Universidad Nacional Mayor de San Marcos alquilan su estadio para conciertos. En el Perú llegamos a tener en épocas del gobierno militar y hasta entrados los años 90 más de 100 empresas públicas. Hoy tenemos 35.
Banco de la Nación.
Lo que quería analizar en este post es ¿necesitamos hoy en día más empresas públicas? ¿es esta una política pública necesaria? ¿para qué se supone que sirve y qué impacto tiene? Creo que es importante e interesante analizar este tema porque está presente, con bastante preponderancia además, en el debate político actual.
Recordemos que, como ya hemos comentado, el Presidente de la República le dedicó un espacio importante al tema en su discurso presidencial. En línea con el ideario de Perú Libre, que terminó siendo su plan de gobierno, se concibe la actividad empresarial del Estado como una forma de regular el mercado, de proteger al consumidor, o de proteger determinados intereses “estratégicos”.
Cito del discurso presidencial de 28 de julio:
“Lo que nosotros propugnamos es que se acaben los abusos de los monopolios, de los consorcios que corrompen y cobran sumas artificialmente elevadas por los bienes y servicios básicos, como ha sucedido con el gas doméstico y las medicinas, o cuando las entidades financieras cobran hasta 200% por créditos de consumo. Así, por ejemplo, el Banco de la Nación deberá estar en capacidad de proporcionar al ciudadano, todos los servicios bancarios disponibles, con tasas de utilidad razonables, que les permitan competir en este mercado con eficacia, pero sin usura”.
Por otro lado, se señaló que:
“PETROPERU participara en todos los aspectos de la industria petrolera, la exploración y explotación de los yacimientos de petróleo y gas natural, el transporte hacia las refinerías y la comercialización de los derivados. Así podremos regular los precios finales y evitar que se explote al ciudadano”.
Por su lado, el Presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, ha hecho declaraciones en lo que respecta a su principal argumento para promover una Asamblea Constituyente; es decir, que la actual Constitución: “está bajo un estilo neoliberal: le entrega todo al privado. Pero la pandemia nos ha demostrado que este modelo ha sido un fracaso”[1].
Más allá de que sea falsa la premisa de que “la pandemia ha demostrado el fracaso del modelo” no es cierto tampoco que “todo se haya entregado al privado”; ya que según nuestro régimen económico, el Estado tiene espacios de participación en la economía, ya que hay servicios en los que específicamente se contempla su prestación pública (salud, educación) y otros en los que se permite su actuación subsidiaria, como explicaremos aquí. En los hechos, el Estado sí presta muchos servicios. Ciertamente la pandemia ha demostrado ciertos problemas y limitaciones de nuestro “modelo”; pero siempre que hablemos de “modelos”, debemos ser “comparatistas”, es decir, analizar los beneficios y falencias de un modelo, con algún modelo alternativo real, no con alguna utopía ideológica. ¿Qué otro modelo sería mejor?
También ha declarado a Reuters Bellido que “su sentir es que los sectores estratégicos deben estar en manos del gobierno”, en una entrevista en la que señala que crearán más empresas públicas[2].
¿En qué consiste el “principio de subsidiariedad de la actividad empresarial del Estado”? Básicamente en decirle al Estado: “no intervengas en aquellos mercados en los que los privados pueden atender la demanda”. El artículo 60 de la Constitución consagra este principio, señalando que:
“Articulo 60.- El Estado reconoce el pluralismo económico. La economía nacional se sustenta en la coexistencia de diversas formas de propiedad y de empresa.
Solo autorizado por ley expresa, el Estado puede realizar subsidiariamente actividad empresarial, directa o indirecta por razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional.
La actividad empresarial, pública o no pública, recibe el mismo tratamiento legal” (el énfasis es nuestro).
Comparemos esto con el texto equivalente de la Constitución Política de 1979, en su artículo 113: “El Estado ejerce su actividad empresarial con el fin de promover la economía del país, prestar servicios públicos y alcanzar objetivos de desarrollo”. Este último es un texto mucho más abierto, de modo tal que permitía crear empresas públicas al Estado con mucha más discrecionalidad. Producto de ello, se crearon muchas empresas públicas con fines “estratégicos”, por no decir políticos.
El artículo actual, como vemos establece tres requisitos, dos de fondo y uno de forma. El requisito de fondo, y el más importante, diría yo, es el que da el nombre al principio, es el de la subsidiariedad. Esto quiere decir que el Estado sólo debe intervenir si no existe iniciativa privada capaz de atender la demanda de determinados bienes y servicios. Esto tiene sus matices, por cierto. No es que la sola presencia de un agente privado excluya una participación del Estado totalmente, porque puede pasar que existan nichos de mercado que no estén atendidos, o que limitaciones de ingreso generen que sea necesaria la intervención estatal para atender a los sectores menos favorecidos.
Luego está el requisito del “alto interés público” o “manifiesta conveniencia nacional” (uno de ellos, no los dos). Estos son concepto que no están definidos en la constitución y son términos bastante abiertos, pero en el contexto del artículo creo que se entiende la intención. Digamos que si hay escasez de determinados productos que no son de primera necesidad, el Estado no necesariamente tiene que empezar a proveerlos.
Cumplidos estos requisitos de fondo, está el de forma. Una ley formal del Congreso debe decretar la creación de la empresa pública (cosa que vemos difícil, en este contexto y quizás allí encuentren su primer gran resistencia los proyectos del Poder Ejecutivo).
El primer requisito (subsidiariedad) es frecuentemente ignorado por quienes proponen nuevas empresas públicas, precisamente porque asumen que el rol de la empresa pública puede ser el de competir con la empresa privada. Así, por ejemplo un proyecto de Ley recientemente presentado por el congresista José Luna para que el Banco de la Nación realice operaciones de banca múltiple argumenta porqué el servicio sería de “conveniencia nacional” pero nunca explica por qué estaríamos ante un supuesto de subsidiariedad. Es decir, no explica por qué la oferta privada sería insuficiente[3].
Se ignora además, la norma legal, el Decreto Supremo No. 034-2001-PCM, que señala cómo es se debe acreditar esa subsidiariedad, y que incluso contempla que se presume, salvo prueba en contrario, que ésta no se da si concurren en el mercado dos o más competidores.
Para mayor detalle sobre esta metodología sugiero revisar la serie de muy buenos informes que publicó la Gerencia de Estudios Económicos del INDECOPI sobre el tema a pedido del FONAFE. Aquí les dejo de muestra el publicado sobre la Empresa Peruana de Servicios Editoriales S.A.: https://www.indecopi.gob.pe/documents/20182/143803/InformeN039-2001-GEE.pdf
De lo explicado hasta aquí creo que queda claro algo: el artículo 60 de la Constitución no impide la creación de empresas públicas ni mucho menos impide la intervención del Estado en la economía, como se alega frecuentemente desde la izquierda para defender la necesidad de un cambio de constitución.
El artículo 60 es lo que se denomina un “candado institucional”; es decir, una regla que impide el uso discrecional de un mecanismo legal o privilegio. Se puede, pues, crear empresas públicas. Pero la Constitución le ha impuesto a nuestros políticos la carga de demostrar su verdadera necesidad.
Pero… ¿para qué existe este principio? Hay quienes piensan que el principio de subsidiariedad existe para proteger a las empresas privadas que ya están en el mercado. En parte sí, el Estado representa una competencia desleal para las empresas privadas porque no está sometida a las mismas reglas de juego; no puede quebrar y tiene un financiamiento mucho más barato y acceso a recursos cuyo costo muchas veces no asume. La legislación de competencia desleal contempla la posibilidad de que INDECOPI sancione a las empresas públicas que incumplen este principio. Pero no, esa no es la principal razón de ser del principio de subsidiariedad[4]. La distorsión de la competencia que representan las empresas públicas perjudica a todos los consumidores, porque puede desincentivar la inversión privada en el mediano o largo plazo, posiblemente privándonos de más opciones, mayor calidad o mayor innovación e incluso menores precios.
Además, la experiencia negativa, traumática incluso podría decirse de las empresas públicas en el Perú hizo evidente que estas empresas públicas terminan con deudas enormes que al final tenemos que asumir todos los contribuyentes con nuestros impuestos. Según el Instituto Peruano de Economía (IPE), por ejemplo, las empresas estatales han acumulado pérdidas equivalentes al 1.5% del PBI solo en los últimos años[5].
Esto no es poco, pero las pérdidas fueron incluso mayores cuando teníamos un Estado empresario más grande. Según el IPE, también, en 1969, a inicios de la dictadura militar de Velasco Alvarado, las pérdidas acumuladas de las empresas públicas ascendían a solo US$ 46 millones. Una década después, estas sumaban US$ 2,481 millones (equivalentes al 10% del PBI), esto es, se multiplicaron por 54 en tan solo diez años.
Aquí vale la pena precisar algo, considerando que es permanentemente el debate sobre la “ineficiencia del Estado”. No se trata de que las empresas públicas sean per se ineficientes. El Estado es eficiente para hacer algunas cosas, al menos en teoría.
Y por supuesto, hay empresas públicas cuya presencia es justificada, e incluso positiva. El Banco de la Nación, por ejemplo, me parece que es una empresa estatal que cumple su misión adecuadamente y que además, aunque siempre aparecen y reaparecen propuestas para ampliar sus funciones y los mercados en los que participa, respeta el principio de subsidiariedad.
Para que las personas (finalmente, son personas las que toman decisiones) actúen protegiendo la eficiencia de las organizaciones se necesitan incentivos. Los incentivos pueden ser contractuales o legales, o de propiedad. Los incentivos contractuales o legales son las normas, esquemas salariales, mecanismos de rendición de cuentas, entre otros.
Ahora bien, por más incentivos “contractuales” que pongamos, el Estado nunca tendrá los mismos incentivos de propiedad que una empresa privada. En la empresa privada, si ésta es mal manejada, el accionista pierde su plata. En el caso de la empresa pública, si esta es mal manejada, el gobernante de turno pierde nuestra plata. Por eso es que muchas veces las empresas públicas se manejan persiguiendo fines políticos.
Por eso, por ejemplo, las empresas públicas de agua invierten en poner agua en nuevos asentamientos humanos que no estaban previstos en sus planes de expansión de red, o mantiene demasiado bajas las tarifas; antes que dar un buen mantenimiento a sus redes. Lo primero da rédito político en el corto plazo, lo segundo no. Esto es algo que reconocen incluso entusiastas de la actividad empresarial del Estado como Humberto Campodónico. Sin instituciones fuertes y buen gobierno corporativo, toda empresa pública es susceptible a este tipo de manejos.
Hay otra razón importante para pensarlo dos veces antes de ir constituyendo empresas públicas a diestra a siniestra… ¿quién se va a encargar de dirigirlas? El “capital humano” en el sector público es escaso. Estamos viendo cómo el Poder Ejectuvo está teniendo problemas para completar incluso ministerios, viceministerios y otros puestos de confianza. En el pasado, no podemos olvidarlo, las empresas públicas, han sido precisamente objeto de copamiento partidario. Cito aquí al profesor de políticas públicas Alasdair Roberts: antes de considerar lo que el Estado debería hacer, debemos saber qué está capacitado para hacer en la realidad. En ese sentido, el gobierno debería priorizar y colocar a los mejores profesionales que pueda reclutar en los puestos claves de las instituciones claves del gobierno.
Finalmente, y quizá más importante. Las empresas públicas no son garantía de mayor calidad, ni mejores precios para el consumidor. No son garantía de mejor trato, ni de mayor respeto a estándares laborales ni ambientales. Mucha gente se refiere a las empresas públicas como si, porque así lo prescriben sus normas de creación, el interés del consumidor, o de sociedad en su conjunto, pasará a ser mejor protegido. Pero esto no es así. Recordemos aquí las lecciones de la teoría de la elección pública o public choice: las personas que dirigen las empresas públicas y las que trabajan en ellas también buscan su propio beneficio, lo cual implica muchas veces perseguir objetivos políticos y otras veces percibir beneficios económicos o “blindajes” en los puestos. Muchos recordarán el caso de los puestos hereditarios, negociados por el sindicato de SEDAPAL. Por eso, muchas empresas públicas dan un mal servicio, o tienen por ejemplo malos estándares ambientales.
¿Cuál es la solución entonces al problema que justifica la creación de más empresas públicas? Bueno, ese es parte del problema, que creo que estamos discutiendo la creación de empresas públicas sin haber diagnosticado bien el problema. ¿Estamos realmente ante un problema de ausencia o insuficiencias de oferta privada? Si lo que nos preocupa son los “abusos” de algunas empresas que tendrían poder monopólico, la solución pasa por promover la competencia, ya sea removiendo barreras regulatorias o fiscalizando el cumplimiento de las normas de libre competencia. El mercado del oxígeno medicinal, por ejemplo, el presidente del consejo de ministros lo da como un ejemplo de mercado en el que las empresas “abusaron”; pero se olvida que por años un requisito impuesto por una norma del ministerio de salud obligaba a que el oxígeno tenga una pureza del 99%, un requisito que no era indispensable desde el punto de vista médico y que sólo algunas empresas podrían cumplir. El mismo Estado estaba, entonces, atentando contra la competencia.
Si en determinado mercado se determina que realmente la competencia no es posible o será insuficiente, porque hay “fallas de mercado”, pero hay actores privados participando, lo que corresponde es regular ese mercado, pero no crear una empresa pública.
Habrán por supuesto ciertos mercados en los cuales el diagnóstico será: sí, hay una insuficiencia de oferta privada, y se trata de un servicio que sí es importante. El ejemplo típico es el de los vuelos a determinadas regiones que no tienen gran afluencia de vuelos, pero a los que podemos llegar vía vuelos de la fuerza aérea. Allí sí puede ser justificable crear una empresa pública… pero incluso en esos supuestos, diría que la intervención se de mejor vía programas o proyectos, que tengan un horizonte de tiempo determinado y cuya permanencia se evalúe y justifique. Hoy la regla es al revés, el FONAFE, que es el Fondo Nacional de Financiamiento de la Actividad Empresarial del Estado puede, puede encargar al INDECOPI una investigación sobre el cumplimiento de la subsidiariedad. Pero recordemos otra enseñanza del public choice: el funcionario público siempre va a buscar la forma de expandir o mantener su función. Entonces lo mejor es que la regla sea inversa como la planteamos. La empresa pública, o el proyecto para la provisión de un bien o servicio de parte de una entidad pública, debe tener un carácter temporal, y se debe más bien demostrar la necesidad de su permanencia.
Creo que al final, y aunque es un poco cliché porque hay más de un artículo sobre el tema con este título, el tema se resumen en el refrán “zapatero a tus zapatos”. El Estado debe dedicarse a lo que sabe y puede hacer mejor.
[4] Decreto Legislativo No. 1044; Ley de Represión de la Competencia Desleal. El numeral 14.4 del artículo 14, que regula los «actos de violación de normas» señala que:
«La actividad empresarial desarrollada por una entidad pública o empresa estatal con infracción al artículo 60 de la Constitución Política del Perú configura un acto de violación de normas que será determinado por las autoridades que aplican la presente Ley. En este caso, no se requerirá acreditar la adquisición de una ventaja significativa por quien desarrolle dicha actividad empresarial».
La semana pasada, en un intercambio en redes, me mandaron a leer a Popper, al haber insinuado yo que no sería muy democrático («un poquito comunista») prohibir que existan partidos comunistas, luego de que ello fuera propuesto por Jorge Montoya, ex candidato a la presidencia y virtual congresista electo por Renovación Popular.
Aunque no me contestó cuando se lo pregunté, asumo que mi interlocutor hacía referencia a la famosa “paradoja de la tolerancia” de Karl Popper, frecuentemente compartida en redes sociales, sobre todo en la versión popularizada por este gráfico de Pictoline:
Desde hace tiempo, sin embargo, tenía la intuición de que la frase de Popper es frecuentemente muy mal entendida o, por lo menos, citada de manera incompleta. Se usa la “paradoja de la tolerancia” para justificar la censura de ciertas ideas o la prohibición de determinados partidos políticos, y no creo que Popper hubiera defendido la adopción de tales restricciones, no al menos de manera general; sino aplicada en supuestos específicos y excepcionales.
Así que, bueno, seguí el amable consejo y me fui a leer a Popper: la cita puede encontrarse en una nota al pie de página de “La sociedad abierta y sus enemigos”[1], en el capítulo referido a la “justicia totalitaria”. En dicha nota al pie, Popper explica tres paradojas, la paradoja de la libertad, la paradoja de la tolerancia, y la paradoja de la democracia.
La segunda es la relevante para el post, y Popper la describe así:
“Mucho menos conocida es la paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante contra el ataque de los intolerantes, entonces los tolerantes serán destruidos y la tolerancia con ellos” (cursivas en el original)[2].
El problema es que la cita es frecuentemente cortada luego de estas primeras líneas, ignorándose que tras un punto seguido Popper señala que:
“En esta formulación, no quiero decir, por ejemplo, que debamos censurar siempre la expresión de filosofías intolerantes; siempre que podamos contrarrestarlos con argumentos racionales y mantenerlos controlados por la opinión pública, la censura sería ciertamente imprudente. Pero deberíamos reclamar el derecho a suprimirlos si es necesario, incluso por la fuerza; porque puede resultar fácilmente que no estén preparados para enfrentarse a nosotros en el nivel del argumento racional, sino que comiencen por denunciar todo argumento; pueden prohibir a sus seguidores que escuchen un argumento racional, porque es engañoso, y enseñarles a responder a los argumentos con el uso de sus puños o pistolas. Por tanto, debemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes” (las negritas son nuestras)[3].
Del texto citado, yo entiendo que Popper no favorece ningún tipo de prohibición per se para ideologías intolerantes; sino que cree que se pueden prohibir en ciertos supuestos (“si es necesario”). Por ejemplo, si se cae en el engaño o se promueve el uso de la fuerza (“puños o pistolas”).
¿Debemos permitir entonces todo tipo de ideas e ideologías, incluso las que promueven prejuicios o intolerancia, falsedades o teorías de la conspiración? ¿Dónde ponemos un límite?
En políticas públicas las respuestas no siempre son fáciles. Y hay ideologías y mensajes que nos pueden parecer nefastos; pero creo que la regla general debe ser que sí, debemos permitir este tipo de discursos. Criticables, peligrosos, sí. Odiosos y hasta “de odio”. Pero no deberían ser reprimidos por una ley penal ni estar sometidos a prohibiciones absolutas[4].
¿Por qué pienso que no deben aplicarse sanciones penales o censura previa a este tipo de expresiones? En primer lugar, porque las leyes que regulan la libertad de expresión son difíciles de aplicar y corremos el riesgo de generar el efecto no deseado de prohibir indirectamente expresiones que sí son deseables. La profesora Nadine Strossen da en su libro “Hate:Why We Should Resist It With Free Speech, Not Censorship”ejemplos de cómo las leyes contra los discursos de odio son usadas contra las minorías que buscan proteger. También corremos el riesgo de marginalizar ciertos discursos, e “invisibilizarlos” oficialmente, permitiendo que calen muy hondo en ciertos circuitos y poblaciones, acaso con efectos más perniciosos. Como señala Oscar Rosales en este artículo, se puede inhibir incluso que temas como el terrorismo se discutan en clases universitarias.
No debemos olvidar que las prohibiciones no se aplican en el vacío. El marco institucional importa. Vivimos en un país en el que la policía investiga a una obra de teatro por apología del terrorismo simplemente porque hace una crítica de los abusos en los que incurrieron los militares (no todos, pero sí muchos) al combatirlo.
Pero, ¿y dónde ponemos el límite? Creo que un buen límite lo pone la Corte Suprema de los Estados Unidos de América en el caso Black v. Virginia, en el que señala que una Ley que prohíbe quemar cruces (una conocida práctica del nefasto Ku Klux Klan) no violaba la Primera Enmienda, es decir, no viola la libertad de expresión; ya que la ley prohibía dicha práctica cuando se realizaba “con la intención de intimidar”. La Corte sí declaró inconstitucional la parte de la ley que señalaba que “el sólo hecho de quemar la cruz constituye evidencia de la intención de intimidar”. La Corte Suprema pone el límite a la libertad de expresión allí donde los discursos representan una “amenaza actual”.
¿Deberíamos prohibir entonces que se inscriba un partido comunista o fascista? Depende. Si su plataforma aboga por formas violentas de llegar al poder e imponer su agenda, o incita la violencia contra determinados grupos, sí. Si no, no.
Como señalaba en este post de 2012, “creo que la mejor respuesta a discursos como los que se pretende evitar con el proyecto materia de comentario [“negacionismo” del terrorismo] es más información. Hay que trabajar en los colegios y en los hogares para que la realidad sea conocida por todos. Y hay que combatir las ideas con ideas”.
En ese mismo post citaba a Timoty Garton Ash, columnista de The Guardian, en relación a este tipo de discursos, y creo que vale la pena repetir la cita:
“¿Cómo, por ejemplo, refutamos las absurdas teorías conspirativas, que aparentemente tienen alguna vigencia en partes del mundo árabe, según las cuales ‘los Judíos’ estuvieron detrás de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2011 en Nueva York? ¿Prohibiendo que cualquiera la repita? ¿Sancionándolo con prisión? No. Las refutas refutándolas. Recopilando toda la evidencia disponible, en un debate libre y abierto. Esta no es sólo la mejor forma de dilucidar los hechos, sino, que, en último término, es la mejor forma de combatir la xenofobia y el racismo. Así que por favor, únasenos, combatamos a “papá Estado” y su policía de la memoria”.(Traducción libre del último párrafo del texto disponible aquí).
Es posible, por supuesto, que yo esté malinterpretando a Popper y que éste en la práctica haya defendido (en aras de defender la libertad o la democracia) alguna regla más restrictiva que las que yo planteo. No soy filósofo ni mucho menos experto en el pensamiento del filósofo austriaco, pero creo que antes que nada Popper es un liberal y creyente en el método científico[5], por lo que uno esperaría que por regla general se crea en poder difundir (porque sólo así podemos refutar, criticar, debatir) hasta las ideas más reprochables.
En un contexto como el que estamos viviendo, con un debate bastante polarizado y en el que las acusaciones de extremismo se lanzan desde ambos «lados», creo que este mensaje de tolerancia es especialmente relevante. No sólo por la invocación a debatir con ideas y hechos antes que con calificativos o alegada superioridad moral; sino también porque, tal como están las cosas, una respuesta punitiva a los discursos indeseables podría usarse como un arma política.
Nota: actualizado el 19 de mayo a las 3:30 pm, con un párrafo final en referencia al contexto actual.
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[1] POPPER, Karl. The Open Society & Its Enemies. New One-Volume Edition. Princeton: Princeton University Press, 2013.
[2] Traducción libre del siguiente texto: “Less well known is the paradox of tolerance: unlimited tolerance must lead to the disappearance of tolerance. If we extend unlimited tolerance even to those who are intolerant, if we are not prepared to defend a tolerant society against the onslaught of the intolerant, then the tolerant will be destroyed, and tolerance with them”.
[3] Traducción libre del siguiente texto: “In this formulation, I do not imply, for instance, that we should always suppress the utterance of intolerant philosophies; as long as we can counter them by rational argument and keep them in check by public opinion, suppression would certainly be unwise. But we should claim the right to suppress them if necessary even by force; for it may easily turn out that they are not prepared to meet us on the level of rational argument, but begin by denouncing all argument; they may forbid their followers to listen to rational argument, because it is deceptive, and teach them to answer arguments by the use of their fists or pistols. We should therefore claim, in the name of tolerance, the right not to tolerate the intolerant”.
[4] En muchos casos, estos discursos ya están sujetos a responsabilidad civil si se comprueba un daño.
[5] Una interesante descripción del pensamiento de Popper se puede encontrar en VARGAS LLOSA, Mario. La llamada de la tribu. Lima: Alfaguara, 2018. pp. 141-203.