El caso Apple y los objetivos del Derecho de la Libre Competencia

Escribí hace un poco para el Blog “Truth on the Market” un post acerca de la reciente demanda interpuesta por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos (el “DOJ” por sus siglas en inglés) contra Apple, y creo que es relevante compartirlo en castellano por aquí, porque este caso puede ser muy relevante para la discusión sobre los fines del Derecho de la Libre Competencia en el Perú y Latinoamérica, precisamente en momentos en los que hay una fuerte corriente ideológica que busca expandir sus objetivos y alcance a nivel mundial.

Imagen generada con OpenArt.ai. Prompt: «Image of a official from the US department of justice tinkering with an iPhone with tools».

La discusión sobre los fines de del Derecho de la Libre Competencia no es una discusión meramente teórica o declarativa[1]. Creo que sí es útil porque la legislación nunca puede regular con todo detalle todos los supuestos de hecho a los que resulta aplicable. Eso pasa especialmente en las normas de Libre Competencia, llamadas a ser flexibles y abiertas para aplicarse a diversos mercados; mercados que a su vez son cambiantes. El objetivo o finalidad de la normas, en ese sentido, nos sirve como criterio interpretativo allí donde las reglas y estándares operativos no resulten del todo claros. Nos sirven como un norte que nos guía allí donde no estemos seguros acerca de que rumbo tomar.

Regresando al caso Apple. No quisiera entrar a explicar por qué el caso debería ser declarado infundado, ya que sus debilidades han sido explicadas mejor que yo por grandes especialistas: recomiendo los post publicados por Alden Abbott, Herbert Hovenkamp y Randall Picker. Lo que trato en el post comentado es el hecho de que la demanda demuestra que el DOJ tiene un cuestionable entendimiento de los objetivos de lo que ellos llaman el “sistema de leyes Antitrust”.

El caso del DOJ contra Apple

El caso del Departamento de Justicia se basa en la noción de que Apple degradó sus productos para proteger su supuesto monopolio en los “teléfonos inteligentes de alto rendimiento”. Según la denuncia, Apple estaría:

“…retrasando, degradando o directamente bloqueando tecnologías que aumentarían la competencia en los mercados de teléfonos inteligentes al disminuir las barreras para cambiar a otro teléfono inteligente, entre otras cosas. Las tecnologías suprimidas proporcionarían una experiencia de usuario de alta calidad en cualquier teléfono inteligente, lo que, a su vez, requeriría que los teléfonos inteligentes compitieran por mérito”.

El DOJ sostiene además que:

“Apple opta repetidamente por empeorar sus productos para los consumidores para evitar que surja la competencia. Los ejemplos a continuación, individual y colectivamente, han contribuido a la capacidad de Apple para asegurar, hacer crecer y mantener su monopolio de teléfonos inteligentes al aumentar los costos de cambio para los usuarios, lo que conduce a precios más altos y menos innovación para usuarios y desarrolladores”.

Como prueba de ello, la denuncia cita a un ejecutivo de Apple afirma que la empresa se conforma con hacer sólo lo que es “suficientemente bueno” (“Good enough”) para los consumidores, pero nada más:

“Viéndolo en retrospectiva, creo que en el futuro debemos fijarnos en qué características creemos que son “suficientemente buenas” para el consumidor. Yo diría que ya estamos haciendo *más* de lo que hubiera sido suficientemente bueno. Pero nos resulta muy difícil hacer retroceder las características de nuestros productos”.

Para el DOJ esto es un problema, y argumenta en su demanda que negarse a ir más allá de lo que es “suficientemente bueno” es una señal de que Apple tiene posición de dominio, y de que la competencia es débil en el mercado:

“… bajo nuestro sistema de leyes antimonopolio, lo suficientemente bueno, sencillamente, no es suficiente. Los consumidores, la competencia y el proceso competitivo -no sólo Apple- deberían decidir qué opciones deberían tener los consumidores. Y la competencia, y no las estrategias comerciales interesadas de Apple, debería ser el catalizador de la innovación esencial para nuestra vida diaria, no sólo en el mercado de los teléfonos inteligentes sino en industrias estrechamente relacionadas como el entretenimiento personal, el info-entretenimiento [infotainment] automotriz e incluso más innovaciones que aún no se han implementado. imaginado. La competencia es lo que garantizará que la conducta y las decisiones comerciales de Apple no frustren a la próxima Apple”.

Entiendo que todo esto, es por supuesto, la construcción de una narrativa para presentar el caso; pero el DOJ parece aquí asumir que la competencia tiene que funcionar de una manera tal que siempre nos dé el mejor precio y la mejor calidad posible; y que el Derecho de la Libre Competencia puede funcionar de una manera tal que dicho resultado sea exigible.

Para bien y para mal, sin embargo, así no funcionan ni la competencia ni el Derecho de la Libre Competencia.

¿Cómo funciona la competencia?

Los economistas explican que el equilibrio competitivo se logra cuando los productores y consumidores “establecen” un precio (y un nivel de calidad). Pero esto no significa que productores y consumidores se sienten en una sala y lleguen a un acuerdo, ni siquiera que negocien o conversen sobre el particular.

La mayoría de las veces, los productores fijan el precio (y la calidad, y otras características) de acuerdo con lo que creen que los consumidores estarán dispuestos a pagar. Por supuesto, al hacerlo, intentan cobrar todo lo que pueden para maximizar sus ganancias; pero si cobran “demasiado” (o fijan un nivel de calidad demasiado bajo) corren el riesgo de perder clientes, que no pagarán un precio tan alto (o potencialmente, porque consideran que el bien es de calidad insuficiente). De alguna manera, las empresas hacen una apuesta por cobrar lo más posible, siempre tratando de mantenerse competitivos.

Un lector atento me replicará aquí que Apple es un monopolista —no estoy de acuerdo con tal conclusión, pero es innegable que el prestigio de su marca y la fidelidad de sus clientes le da a Apple cierto grado de poder de mercado—, por lo que no perderá clientes. Pero incluso los monopolistas pueden alcanzar un precio en el que pierden clientes (o, al menos, corren el riesgo de atraer rivales). Así, Apple podría vender más o cobrar más si no “degradara” sus iPhone.

También es importante recordar que las empresas pueden aumentar sus ganancias no sólo cobrando precios más altos, sino también reduciendo costos. Una forma de reducir costos (o, al menos, mantenerlos bajo control) es reduciendo (o no aumentando) las características incluidas en el producto.

Dado esto, las comunicaciones internas de Apple citadas por el Departamento de Justicia pueden calificar para algunos como lo que se conoce como “hot docs” (“documentos calientes”) en la jerga del Derecho Antitrust; que demostrarían el “actuar malicioso” de reducir intencionalmente la calidad de su producto. Pero las mismas palabras podrían interpretarse como evidencia de que los ejecutivos de la empresa son simplemente prudentes respecto de los costos en que incurren, para mantenerse competitivos en términos de costos o incluso de tener más ganancias al nivel de precios que pueden cobrar, lo cual no es ilegal bajo las lyes de libre competencia.

Una de las citas incluidas en la denuncia dice: “cualquier cosa nueva y especialmente costosa debe ser cuestionada rigurosamente antes de que decidir incluirla en el teléfono”. No creo que haya nada malo o ilegal en eso.

¿Cómo debería funcionar la legislación de Libre Competencia?

Pero la denuncia del DOJ no sólo parece malinterpretar cómo funciona la competencia, sino que también malinterpreta cómo funciona o debería funcionar el “sistema de leyes antimonopolio” de Estados Unidos (aunque creo que esto aplica también a Latinoamérica y a otras partes del mundo, al menos desde una perspectiva de política pública).

Las agencias de competencia y los tribunales que deciden sobre estos casos deberían, idealmente, actuar “más como plomeros que como ingenieros”[2]. Lo digo en el sentido de que deberían eliminar barreras estratégicas a la competencia, tal como los plomeros eliminan los atoros en las tuberías; antes que buscar diseñar ellos mismos los productos (incluyendo sus precios u otros términos de intercambio) o forzar la inclusión de características específicas en ellos.

Esto obedece tanto a una cuestión de principios como a una cuestión de “administrabilidad” de la legislación de competencia. Las leyes Antitrust están destinadas a prohibir el comportamiento anticompetitivo y permitir que los mercados encuentren ellos mismos el mejor equilibrio, sin llegar a ningún resultado específico. Si bien la eficiencia y el “bienestar del consumidor” son las guías del Derecho de la Libre Competencia, no se supone que la aplicación de la ley en casos concretos fuerce eficiencias ni proporcione un beneficio directo a los consumidores.

Como señala Barnett, con referencia al caso de Estados Unidos, pero que creo extrapolable a otras jurisdicciones:

“La ley antitrust (…) no crea un régimen regulatorio que obligue a las empresas a emplear prácticas eficientes. Por el contrario, emplea un modelo de enforcement, que interviene sólo cuando una empresa viola la ley. Este modelo de enforcement se basa en el principio rector fundamental de que los mercados –no la regulación gubernamental– crean los resultados más eficientes”[3].

Es que la Ley no debería forzar resultados eficientes, simplemente porque es muy difícil que un ente administrativo o un tribunal puedan diseñar un remedio que nos asegure una verdadera eficiencia. Dichos organismos, generalmente, no tienen la experiencia necesaria para diseñar remedios que establezcan un nivel determinado de precio o calidad.

Podríamos teorizar, por ejemplo, que un cliente A es más eficiente que el cliente B, y por ende, la empresa C, proveedor de un insumo para ambas, debería ser forzada a cancelar el contrato con B y vender su producción a A, maximizando así la producción total del mercado. Pero esa presunción sería, en el mejor de los casos, temporal. Por qué no esperar a que A “pelee” por ese mercado y haga su mejor oferta por ganar ese contrato cuando venza el término original.

En su momento, por ejemplo, con buen criterio la Comisión de Defensa de la Libre Competencia del INDECOPI no abrió un caso por un supuesto “paralelismo consciente” porque “no tendría sentido sancionar a un agente por actuar del modo que racionalmente le resulta más ventajoso, porque le permite maximizar sus beneficios”[4].  

Lo anterior puede explicar por qué los tribunales en los Estados Unidos de América se han mostrado reacios a examinar la calidad de los productos en casos antitrust. Como ha reconocido el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito de los Estados Unidos:

“No existen criterios que los tribunales puedan utilizar para calcular la cantidad ‘correcta’ de innovación, que maximizaría los beneficios sociales y minimizaría el daño competitivo”.

El Departamento de Justicia parece tener ideas vagas sobre qué remedios le gustaría imponer a Apple, pero los tribunales carecen del conocimiento o de las herramientas para evaluar sus costos y beneficios relativos.

La denuncia parece considerar los argumentos de Apple sobre privacidad y seguridad como meras excusas ofrecidas para mantener amurallado su jardín. Pero si el hecho de ser un “walled garden” (un ecosistema “cerrado”) realmente mejora la seguridad y la privacidad, los remedios disponibles (p.e., un mandato para «abrir» el sistema) también degradarían la experiencia del usuario del iPhone.

Deberíamos dejar ese trabajo a los verdaderos ingenieros y a los ejecutivos y accionistas que asumen el costo de tales decisiones.


[1] En un provocador artículo titulado “Contra los Objetivos” (“Against Goals” en inglés) publicado precisamente en el marco de un simposio dedicado a los objetivos del Derecho de la Libre Competencia, la profesora Eleanor Fox plantea que quizás sea más productivo que los objetivos de la legislación de libre competencia se planteen de manera más general, y que nos preocupemos más de cuáles deben ser las reglas y estándares operativos que aplicamos. Ver: FOX, Eleanor. Against Goals. En: Fordham Law Review. Symposium: The Goals of Antitrust. Vol 81, No. 5. April, 2013, pp. 2159-2161.

[2] Estoy utilizando aquí (aunque no en el mismo sentido) la analogía popularizada por la economista ganadora del Nobel Esther Duflo para describir el trabajo que los economistas deberían realizar cuando ayudan a los gobiernos a diseñar políticas públicas. Véase: DUFLO, Esther. The Economist as Plumber. En: American Economic Review, vol. 107, núm. 5 (mayo de 2017), pp. 1-26. Disponible en: https://www.aeaweb.org/articles?id=10.1257/aer.p20171153.

[3] BARNETT, Thomas O. Maximizing Welfare Through Technological Innovation.  Presentación en el 11º Simposio Anual de Derecho de la Libre Competencia de la Universidad George Mason. George Mason Law Review, Washington, DC (31 de octubre de 2007). Disponible en: https://www.justice.gov/atr/file/ 519216/dl

[4] Resolución No. 040-2005-INDECOPI/CLC del 18 de julio de 2005. Parágrafo 48.

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Genéricos para todo el mundo, ¿pero a qué costo? 

Desde que a mediados de febrero pasado el Gobierno cometiera el descuido de dejar que pierda vigencia el Decreto de Urgencia No. 007-2019 (DU), fue fuertemente criticado, pues ya no sería obligatorio para las farmacias contar con disponibilidad de los “medicamentos genéricos esenciales”. La crítica partía de la premisa de que el DU era una intervención positiva para la salud pública en la medida que habría tenido el efecto de facilitar el acceso a medicamentos genéricos, más baratos que sus pares “de marca”. 

Material de promoción «genérica» de medicamentos genéricos en una farmacia de Miraflores (Lima). Foto del autor.

¿Pero, es realmente una buena política pública el obligar a las farmacias a vender medicamentos genéricos? Sin evidencia alguna de ello, o sobre el impacto real del DU —¿qué pasó durante su vigencia? ¿aumentó la oferta de genéricos? ¿bajaron los precios de las medicinas? —, el Gobierno se apuró a “corregir su error” publicando el Decreto de Urgencia No. 005-2024 (el nuevo DU). 

Desde mi punto de vista, el obligar a las farmacias a vender una determinada cantidad de medicamentos genéricos, no sólo no se justifica, sino que incluso podría ser perjudicial. Esto no sólo desde el punto de vista económico, sino también sanitario. 

La discusión parece un ignorar un tema importante. No se trata sólo de que la gente acceda a medicamentos más baratos, se trata de acceder al mejor medicamento posible al precio más barato posible. Los medicamentos genéricos que efectivamente compre la gente deberían ser seguros y eficaces. 

Es aquí donde surge el primer cuestionamiento al nuevo DU (y al que lo precedió). Estamos obligando a las farmacias a vender más genéricos, pero no estamos seguros de que esos genéricos sean tan seguros y eficaces como sus pares de marca.  Según datos de la propia Dirección General de Medicamentos, Insumos y Drogas (DIGEMID) del Ministerio de Salud (MINSA), sólo 18 de los 434 productos de la lista de medicamentos esenciales genéricos publicada cuenta con estudios de intercambiabilidad, menos del 5%. Los estudios de intercambiabilidad nos permitirían confirmar precisamente la seguridad y eficacia de los genéricos. Alguien podría afirmar aquí que eso no es un problema, ya que los pacientes podrían decidir comprar un producto genérico asumiendo el riesgo de una posible menor calidad. Estoy de acuerdo, en principio, con la posibilidad de que el paciente asuma un riesgo al comprar un producto con menos garantías de seguridad y eficacia. El tema es que, si el Estado no sólo permite, sino que obliga a vender algo, el consumidor puede inferir razonablemente que ese “algo” es seguro. 

El Estado, aunque no siempre cumpla ese rol a cabalidad, es un mecanismo de generación de confianza. La literatura en regulación se refiere a los medicamentos como el ejemplo paradigmático de “bienes de confianza”[1], precisamente porque, debido a la existencia de asimetrías de información, la aprobación estatal de un medicamento nos permite consumirlo con la tranquilidad de que no nos hará daño y será razonablemente eficaz. 

Un segundo punto es que debemos cuestionar si la norma es realmente necesaria, y si, de serlo, tendrá el impacto esperado. El Estado no ha producido ninguna evidencia en ese sentido. La intuición básica de la norma es razonable: si hay una mayor oferta de genéricos eso genera competencia para los medicamentos de marca, lo cual tendría que bajar los precios. Cabe preguntarse, sin embargo, ¿por qué es necesario obligar a venderlos? Quienes defienden la obligación de vender genéricos apuntan a la existencia de una especie de “incentivo perverso” para vender el producto de marca, ya que al ser más caro generaría más rentabilidad para las farmacias. 

Sin embargo, como bien ha apuntado Iván Alonso (El mal genérico del intervencionismo, El Comercio, 22 de marzo de 2024), las farmacias no generan ganancias en función de los precios de los productos que venden, sino del margen que les deja cada uno de ellos. Si el margen por producto fuera igual para ambos tipos de productos, la premisa antes mencionada sería correcta, pero no tenemos evidencia de que eso sea así. De hecho, muchas farmacias, tanto pertenecientes a cadenas como independientes tienen como estrategia de negocios el promover los genéricos (anaqueles especiales, materiales de marketing in situ -ver la foto que ilustra el presente post), lo cual indica que, al menos en algunos casos, los genéricos puede ser rentables para las farmacias. 

No podemos ignorar, además, que este es un mercado bastante competitivo, por lo que las farmacias tienen incentivos para ofrecer lo que los consumidores demandan, antes que simplemente “imponer” sus estrategias de mercadeo.  ¿Podría ser más competitivo este mercado? Sí. Una opción es liberalizar la publicidad de medicamentos, lo que incluiría por supuesto a los genéricos. Otra opción es aumentar las canales de venta de medicamentos, permitiendo, por ejemplo, que los tiendas también vendan medicamentos, como propone Fernando Cáceres (Medicinas en las tiendas, El Comercio, 1 de abril de 2024). El Estado, por supuesto, también juega un rol muy importante. La DIGEMID podría implementar mejores procedimientos para que los medicamentos sean registrados más rápido y, sobre todo, el Estado debería ser más eficiente al comprar medicamentos y ponerlos directamente a disposición de los pacientes. No nos olvidemos que en el Perú el 70% del volumen de las ventas de medicamentos las hace el Estado (IPE). 

Finalmente, pero no menos importantes, son los problemas legales del nuevo DU. La emergencia que justifica la norma (recordemos, un Decreto de Urgencia) es ¿el dengue? ¿Alguno de los medicamentos en la lista cura o alivia el dengue? La redacción, por otro lado, es confusa y no queda claro a qué se refiere con el “stock mínimo del 30% de la oferta total”. ¿De toda lista de medicamentos? ¿Del stock total de la farmacia? ¿De cada tipo de medicamento que ya ofrecía el establecimiento? La norma no contempla tampoco un plazo de adecuación. Tanta discrecionalidad es una receta para sanciones gratuitas, arbitrariedad y corrupción. Además, la norma va a ser de más fácil cumplimiento para las grandes cadenas, dada su mayor capacidad de financiamiento y logística. Frecuentemente se culpa a las cadenas de farmacias de “monopólicas”. Creo que ese cargo es injustificado, pero es, por decir lo menos, poco coherente, sostenerlo y a la vez defender una norma que les daría a éstas una ventaja adicional sobre sus competidores independientes. En el mediano y largo plazo la norma podría hacer el mercado menos competitivo y, por ende, hacer que los precios de los medicamentos suban. 

El Ministro de Salud hizo referencia a una norma que “les duela a las farmacias”. Lo cierto es que el dolor lo están causando a cualquiera que se preocupe por la calidad regulatoria; y, lo que es peor, a los pacientes.


[1] En inglés, “creedence goods”. Ver, por ejemplo, KERSCHBAMER, Rudolf y Matthias SUTTER. The Economics of Credence Goods – a Survey of Recent Lab and Field Experiments. En: CESifo Economic Studies, Vol. 63, Nro. 1 (Marzo 2017). pp. 1-23. Disponible en: https://academic.oup.com/cesifo/article/63/1/1/2992734

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Regular (el cigarrillo): todo, en todas partes y al mismo tiempo

Esta parece ser la posición de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), respecto de los “cigarrillos electrónicos” según una nota de prensa publicada el año pasado, en la que recomienda a los gobiernos “poner en marcha reglamentaciones en línea con lo establecido en el Convenio Marco para el Control del Tabaco y sus decisiones, (para) la prohibición de la comercialización de los sistemas electrónicos de administración de nicotina (SEAN), incluida su importación, distribución o venta, así como regulaciones sobre su uso en lugares públicos, prohibición de su publicidad y promoción, aplicarles impuestos y otras similares a las que se aplican a los productos de tabaco”.

Es decir, cuando se trata de regular los cigarrillos electrónicos la OPS está a favor de “todo, en todas partes y al mismo tiempo”. A diferencia de la reconocida película de Daniel Kwan y Daniel Scheinert -en la que al final reconocemos que nuestras vidas pueden tener más significado del que creemos, así nos parezcan “ordinarias”-, sin embargo, esta posición no tiene un “final feliz”. Lo que pretende la OPS es equiparar los cigarrillos electrónicos al tabaco tradicional, y por ende, aplicarle las mismas reglas: restricciones a la publicidad, a su consumo en determinados espacios y, allí donde puedan, prohibirlos de manera total.


Esta posición no es sólo una afrenta a la libertad de los ciudadanos (adultos) que pueden desear consumir estos productos (con conocimiento de los riesgos que implican); sino que además no se condice con una buena práctica regulatoria. Si queremos regular un determinado producto o actividad, tenemos que hacerlo bien. Y esto último implica no regular de manera “ciega” (sin discriminar el impacto que una norma podría tener en distintos escenarios y sobre distintas personas, ni si las restricciones son coherentes entre sí o con otros objetivos de política pública); sino más bien haciendo un adecuado análisis de impacto regulatorio; regulando no en función a las tecnologías empleadas ni a categorías amplias de productos, sino en función a los riesgos que puede conllevar cada actividad.

Analizada la evidencia, si bien todavía debe monitorearse el uso de cigarrillos electrónicos -pues no están totalmente exentos de riesgos-, algo queda claro: contienen mucho menos sustancias nocivas y potencialmente nocivas que los cigarrillos tradicionales. El fumar cigarrillos tradicionales incrementa significativamente el riesgo de contraer cáncer al pulmón, enfermedades al corazón, y muchas otras enfermedades. En el caso del tabaco tradicional, no hay un nivel seguro de consumo. El quemado de tabaco que se da con los cigarrillos tradicionales libera una gran cantidad de sustancias (muchas de ellas) carcinógenas como el amoniaco, arsénico, plomo, monóxido de carbono, entre otras. 

Por otro lado, el uso de dispositivos de vapeo puede alcanzar hasta 95% en promedio de menor exposición a sustancias nocivas y potencialmente nocivas que el consumo de cigarrillos, según estima la Oficina de Mejora de la Salud y Disparidades del Reino Unido. A la fecha, aunque su uso, insistimos, debe continuar siendo monitoreado, no hay evidencia de que los químicos liberados en el consumo de cigarrillos electrónicos estén asociados con riesgos de cáncer.

Siendo que los productos de tabaco tradicionales son mucho más riesgosos que los cigarrillos electrónicos, y considerando que los fumadores de tabaco tradicional pueden sustituir a este último por sus equivalentes electrónicos, no tiene el más mínimo sentido regularlos de manera equivalente. Es como si un pastor avizorase una manada de lobos y una manada de perros acercarse a su rebaño, y disparase a ambos.

Los cigarrillos electrónicos pueden incluso “salvar vidas” o al menos mejorar la calidad de vida de las personas considerando que pueden ayudarlas a dejar de fumar. Un estudio sistemático independiente (Hartmann-Boyce et al., Electronic cigarettes for smoking cessation, 2021) de estudios clínicos encontró que de cada 100 personas que usaron cigarrillos electrónicos con nicotina, entre 9 y 14 dejaron de fumar, comparadas con sólo 6 de cada 100 que usaron terapia de reemplazo de nicotina, 7 de cada 100 usando cigarrillos electrónicos sin nicotina y 4 de cada 100 en el caso de personas sin apoyo o con mero apoyo conductual.

Otro estudio independiente, aún más reciente publicado en el New England Journal of Medicine (Reto Auer, et al., Electronic Nicotine-Delivery Systems for Smoking Cessation, 2024) confirma la eficacia de los productos libres de combustión para disminuir los daños en fumadores: «Al usar dispositivos libres de combustión, los fumadores podrían reducir el riesgo de enfermedades relacionadas con el tabaco hasta que luego puedan dejar de usar nicotina por completo».

Confirmando ese efecto de sustitución, un estudio de de la Escuela de Salud Pública de Yale encontró que una regulación que prohibió el uso de vapeadores saborizados generó que los adolescentes consuman más cigarrillos, logrando el efecto contrario al deseado por la norma.

Es atendiendo a esta evidencia que sólo hace algunos días, la prestigiosa revista The Lancet ha publicado una carta de Derek Yach, el primer director de la Tobacco Free Initiative de la Organización Mundial de la Salud (OMS, de la cual la OPS forma parte), en el cual invoca precisamente a esta entidad a hacer suyas una estrategia de reducción de daños, antes que meramente enfatizar en prohibición y regulacion que pueden evitar que la gente acceda a productos alternativos más seguros (menos dañinos). Yach recuerda, además, que las estrategias de reducción de daños son parte integral del Convenio Marco para el Control de Tabaco, instrumento que la OMS y la OPS utilizan como sustento de muchas de sus posiciones.  

Todo lo anterior, por supuesto, no implica promover el uso de cigarrillos electrónicos. Estos conllevan algún nivel de riesgo. No nos oponemos (nadie lo hace creo) a una regulación que restrinja la publicidad y venta a menores de edad, ni a la incorporación de algunas advertencias allí donde existan riesgos concretos cognoscibles por sus productores y comercializadores. Lo sensato es regular allí donde haya riesgos específicos y cuando los beneficios sean mayores que los costos, no “todo, en todas partes y al mismo tiempo”.

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La libre competencia no es (ni debe ser) “express” 

Los proyectos de Ley (PL) populistas no escasean en el Congreso de la República. No es raro que involucren al INDECOPI, encargándole la supervisión de obligaciones legales en mercados específicos (educación, alimentos, etc.) más allá de sus competencias originarias. Sí es relativamente inusual que este tipo de proyectos involucren a la Comisión de Defensa de la Libre Competencia y a la propia legislación de libre competencia (para ser más precisos, a la Ley de Represión de Conductas Anticompetitivas o “LRCA”).

Un reciente PL presentado por el congresista Eduardo Castillo (Fuerza Popular) destaca precisamente por ello. El PL 7109/2023-CR propone modificar la LRCA para hacer básicamente dos cosas: 

  1. Modificar la legitimidad para el inicio de procedimientos de oficio en los casos de libre competencia relativos a “medicamentos que son bienes de consumo”. Hoy el “instructor” (o el “fiscal”, para hacer un paralelo con los procesos penales, más familiares para todos nosotros) es la Dirección Nacional de Promoción e Investigación de Libre Competencia (“DLC”, antes llamada la Secretaría Técnica). El PL propone que el Ministerio de Salud (MINSA) sea quien reciba e “instruya” (prepare, presente y dé seguimiento) a las “denuncias de posibles prácticas colusorias verticales y horizontales en el sector de medicamentos”. 
  2. Se establecen plazos máximos de 30 días para pronunciarse sobre la procedencia de la denuncia y 45 días calendario para que el caso se resuelva a través de un “procedimiento sumario”

El PL se justifica, según su exposición de motivos, por la supuesta mayor especialización del MINSA en este mercado, y en el hecho de que “la realización de prácticas anticompetitivas en este mercado requiere una especial atención, a fin de que cuente con procedimientos ágiles, ya que no sólo está en juego la preservación de un orden competitivo adecuado, sino que dichas restricciones pueden afectar el desabastecimiento de medicamentos para la población”. 

No puedo juzgar las intenciones del legislador (aparentemente, contar con procesos más céleres) pero todo indica que el PL podría tener efectos netos bastante negativos. Y, recordemos, las políticas públicas deben juzgarse más por sus efectos que por sus intenciones

¿Por qué creo esto? Porque en ningún lugar del mundo un caso de libre competencia se decide en 45 días calendario. La propia Comisión de Defensa de Libre Competencia (CLC) ha tenido problemas para resolver los casos en el plazo general vigente (más de un año, en el papel, contando plazos de notificación, y un poco más en la práctica); razón por la cual en su momento el INDECOPI presentó el PL 2271-2017-PE que buscaba que los procesos no caduquen por el incumplimiento de plazos (considerando que algunas actuaciones de los administrados estaban alargando los procedimientos). 

Por supuesto que todos quisiéramos que los procedimientos sean más céleres. El tema es que los procedimientos de libre competencia son inevitablemente complejos y el apurarlos demasiado sería totalmente contraproducente. Los casos de posibles prácticas colusorias verticales requieren, por ejemplo, definir un mercado relevante y determinar la existencia de una posición de dominio. También debe analizarse el impacto de la práctica en el mercado, todo lo cual conlleva analizar vasta y compleja información. Por otro lado, los casos de colusiones horizontales (cárteles) se analizan bajo una regla de ilegalidad absoluta, lo cual implica que no se tenga que definir un mercado relevante, y no se tenga que acreditar el impacto en el mercado. Pero incluso en estos últimos casos se analiza compleja evidencia sobre la actuación de las partes en el correo mercado, y la prueba suele ser indiciaria. Ello a menudo requiere la realización de visitas inspectivas y análisis forense (de cientos o miles de correos electrónicos o chats). En ambos casos, el cálculo de la multa también implica un análisis y procesamiento de evidencia económica compleja. 

Tomemos en cuenta además que el MINSA es especialista en lo que se refiere a la regulación de medicamentos (el organismo que autoriza el ingreso de medicinas al mercado, DIGEMID, es una dependencia de dicho ministerio); pero no es un especialista en legislación de libre competencia. Hasta donde sabemos, ni siquiera tiene expertise el MINSA en lo que se refiere a las dinámicas del mercado, ni cuenta con profesionales (economistas o abogados especialistas en el tema, que no abundan en el mercado) que puedan manejar estos casos.  Esto generará que las denuncias que presenten sean débiles y mal estructuradas, lo que a su vez generará costos administrativos innecesarios en el INDECOPI (es un desperdicio del valioso tiempo de sus funcionarios el revisar y pronunciarse sobre una denuncia que no tiene sentido). No sabemos, además, si el equipo que el MINSA designe guarda los mismos estándares de confidencialidad que la DNC y la CLC (muy importantes en este tipo de casos para que las partes no puedan ocultar evidencia). 

Considerando lo anterior, forzar a la CLC a resolver los casos del sector medicamentos en un plazo “express” nos lleva a dos escenarios hipotéticos: 

  1. Decisiones “técnicas”, pero con “falsos negativos”: INDECOPI buscará actuar de manera técnica y garantizar el derecho al debido proceso de los denunciados (que es lo que creo haría). Sin tiempo para obtener y procesar evidencia, y para poder cumplir el plazo, inevitablemente optará por decidir por la improcedencia de los casos. En este escenario, es posible que muchos casos en los que sí se hubiera podido detectar un cártel o un abuso se cierren sin poder llegar a esa conclusión.   
  2. Decisiones “populistas” con “falsos positivos”: Sin tiempo para obtener y procesar evidencia sólida de la existencia de un cártel o de un caso de abuso, y ante la presión para cumplir el plazo, tendría que optar por “novedosas” teorías o “atajos probatorios” para poder construir sus casos. Personalmente no creo que INDECOPI haga esto, especialmente por el nivel técnico y profesionalismo del equipo de la DLC; pero si se cambia la legislación en el sentido aquí comentado, y posteriormente tenemos otros equipos en la DNL y otra CLC, podría pasar. 

En cualquiera de los dos escenarios, sale perdiendo el mercado, los consumidores y el propio INDECOPI, que emitiría resoluciones que no tendrán el impacto esperado en el mercado o que serán revocadas en la segunda instancia administrativa o en el Poder Judicial. Esto afectaría la legitimidad de nuestra agencia de competencia en el mediano y largo plazo.

Si queremos procedimientos de libre competencia más céleres, las reformas vienen más bien por otro lado: reforcemos la institucionalidad del INDECOPI, démosle mejor presupuesto y más recursos humanos.  Y si queremos más competencia en el mercado de medicinas, muchas reformas al marco regulatorio (ver, aquí, por ejemplo) pueden ser más efectivas que la política de libre competencia para promover el ingreso de nuevos actores. 

Proyectos como el comentado deben ser archivados, en este caso, sí, de manera “express”. 

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30 años de crecimiento: ¿por qué vale la pena proteger el régimen económico de la Constitución?*

Hace exactamente un mes se cumplieron 30 años de la promulgación de la Constitución de 1993. El Congreso de la República y otras instituciones han celebrado tal hecho, lo cual no ha estado exento de polémica, considerando su origen. Es innegable que la Constitución fue aprobada luego de un golpe de Estado y que, como todo documento normativo, es susceptible de mejora. Pero en un país con el Perú, que ha tenido 12 constituciones a lo largo de sus poco más de 200 años de historia, considero que la longevidad de una constitución es una buena noticia, en la medida que contribuye a su mayor arraigo y legitimidad.

Pero no se trata solo de un tema de legitimidad. Es innegable también que la Constitución -y en particular, su régimen económico- ha sido una de las bases del crecimiento económico del Perú de los últimos. Desde un punto de vista de resultados, es innegable que la Constitución de 1993 ha sido positiva para el país. Si no, miremos el Gráfico 1 (no el el «hockey stick» que grafica el crecimiento económico de la humanidad en los últimos siglos, pero no deja de ser impresionante). No es inusual que se reste importancia al régimen económico afirmando que el crecimiento de estos años se debe a otros factores como el «superciclo» de los metales. Un muy interesante artículo de Oswaldo Molina y Diego Winkelried, sin embargo, explica claramente cómo el marco institucional es relevante para el crecimiento económico. Perú tuvo en los años 70 otros años con «superciclos» de metales o términos favorables de intercambio, y aun sí no creció. La estabilidad macro (también parte de lo que conocemos como «el modelo económicos» jugó un rol fundamental en que se puedan aprovechar esas condiciones.

Gráfico 1

PBI per cápita (US$ a precios actuales)

1982-2022

Fuente: Banco Mundial, https://datos.bancomundial.org/indicador/NY.GDP.PCAP.CD?end=2022&locations=PE&start=1982&view=chart

Con ocasión de ese aniversario quería publicar un post explicando por qué es importante que protejamos ese capítulo económico.

La pregunta que se hace frecuentemente a quienes proponen un cambio de régimen económico, y con razón, es: ¿qué quieren cambiar exactamente? Pocas veces se suele tener una respuesta precisa, más allá de consignas políticas bastante difusas del tipo “desmontar el modelo neoliberal” o referencias a la implementación de derechos que se parece ignorar (o deliberadamente se omite mencionar) ya están en la Constitución.

No obstante ello, una serie de proyectos de Ley presentados por el ese entonces partido de Gobierno, Perú Libre, entre 2021 y 2022 —proyectos, que, por cierto, no han sido archivados por la Comisión de Constitución del Congreso—, nos dan una idea mucho más precisa de lo que se quiere cambiar.

Así, por ejemplo, los proyectos de Ley N° 1641, 1660, 1680 y 1699/2021-CR, modifican el artículo 58 proponiéndose que la iniciativa pública y mixta sea libre al igual que la privada. Asimismo, se señala que, bajo este régimen “mixto” el Estado podrá intervenir en el desarrollo del país de forma directa o indirecta, actuando en las áreas de promoción de empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos, agricultura, conservación del ambiente, y energía y minas.

Por otro lado, los proyectos de Ley N°1675/2021-CR y el N° 1681/2021-CR plantean la misma modificación al artículo 59, la cual resalta que el Estado no solo estimula la creación de la riqueza, sino que también la garantiza.  Esta modificación también plantea que el Estado oriente, promueve y participe en la actividad productiva en los ámbitos públicos, privados y mixto.

Los proyectos de Ley N° 1642, 1653, 1660 y 1682/2021-CR, por su parte, modifican el artículo 60, recalcando -una vez más- que la actividad empresarial pública y mixta tendrá el mismo tratamiento legal que la actividad empresarial privada, y se eliminaría el carácter subsidiario de la participación del Estado en el mercado.

Como puede apreciarse, aquí tenemos ya un primer gran cambio bastante concreto: se quiere prescindir del principio de subsidiaridad de la actividad empresarial del Estado, de modo tal que el Estado puede tener mucha más flexibilidad para poder entrar a competir en mercados en los que ya concurren empresas privadas. La premisa detrás de dicho cambio sería que la empresa pública entre a competir, brindando así productos o servicios en términos más favorables para los consumidores. El problema es, sin embargo, que tal premisa no se ajusta siempre a la realidad.

Cabe precisar aquí que, contra lo afirmado muchas veces por quienes abogan por un cambio de modelo económico, la Constitución hoy no le prohíbe al Estado ser empresario, sino que establece requisitos para ello. Estos requisitos son, a nuestro juicio bastante razonables, ya que, más allá de la ideología de la que partamos, es innegable que la creación de empresas públicas tiene un costo. Un costo, en primer lugar, en términos de los recursos financieros, el presupuesto directo, que se les debe asignar. Pero un costo también, y acaso más importante, en términos de las distorsiones que se introducen a la competencia. Es importante, en ese sentido, que el Estado tenga la carga de demostrar que la empresa pública es realmente necesaria.

Hoy se pretende implementar una regla distinta, que permita una amplia discrecionalidad al gobierno de turno para crear administradoras de fondos de pensiones, aerolíneas y otras empresas “de bandera”. Este es un escenario que los peruanos ya vivimos entre los años 70’ y 90’; un escenario de muy poca grata recordación. Según un estudio del Instituto Peruano de Economía (IPE), por ejemplo, en 1969, a inicios de la dictadura militar, las pérdidas acumuladas de las empresas públicas ascendían a US$ 46 millones. Una década de proliferación de empresas públicas después, dichas pérdidas ascendían a US$ 2,481 millones.

Existen, por cierto, supuestos en los que la creación de una empresa pública puede ser plausible. Pero esto está contemplado dentro de la regla de subsidiariedad vigente, que permite, que, siempre y cuándo se cuente con el sustento técnico (insuficiencia de la oferta privada e interés público en el mercado en cuestión), se pueda intervenir en los mercados.

Más límites a la libertad de empresa

Otra de las propuestas que se introdujo, a través del Proyecto de Ley No. 01681/2021-CR (arriba citado) consiste en modificar el artículo 59 de la Constitución, de modo tal que el Estado no sólo “promueva a las pequeñas empresas”; sino que también “oriente” la “actividad productiva en los ámbitos público y privado. Con esto, aunque el cambio al texto es muy sutil, se pretende reducir la protección actual que tiene la libertad de empresa en el país.

Para mayor claridad, añade la Exposición de Motivos del referido PL que “después de los tiempos de pandemia vividos a nivel mundial, es necesario realizar un análisis al tema de la economía social de mercado, ya que a raíz de las prácticas perpetradas durante la pandemia por algunas empresas de diversos rubros tales como farmacias, clínicas, laboratorios, suministros de oxígeno, etc., al amparo de la supuesta e irrestricta ‘economía de mercado’ vigente en el Perú, resulta pertinente evaluar la legalidad de tales comportamientos dentro del sistema económico así como las herramientas con las que cuentan los estados para actuar frente a ellas”.

Creemos que los precios y condiciones de comercialización que se dieron durante la pandemia del Covid-19 son una pobre justificación para un cambio constitucional de este tipo, con vocación de permanencia. Los precios (y condiciones) que se dieron durante pandemia la fueron, en gran medida, un síntoma de shocks de demanda y de distorsiones en las cadenas de suministro, de naturaleza temporal. No ameritan un cambio en las reglas de juego. Así como uno no cambia la receta del Pisco Sour solo porque un día los limones estuvieron agrios; no debemos cambiar una regla que ha funcionado 30 años por una crisis temporal. Pero no se trata sólo de que esas condiciones de oferta sean temporales. Las intervenciones legales destinadas a atacar las subidas de precios (como las leyes contra la “usura”) tienen el efecto negativo no sólo de crear escasez sino que durante la pandemia probablemente hayan incrementado los contagios.

Noten, además, una omisión importante. Muchos de los sectores en los que se denuncia abusos ya están regulados o supervisados (y lo que ha fallado es la fiscalización de la norma). En otros, la regulación estatal es culpable directa de la menor competencia, como en el caso del oxígeno medicinal y la mayor pureza del exigida por el Ministerio de Salud.

Aunque sutil, entonces, el cambio propuesto puede ser peligroso. No tendrá un impacto directo e inmediato; pero va a permitir que se emitan normas muchos más intrusivas en la actividad privada, con el pretexto de que el texto constitucional así lo permite. Hoy en día y con el texto constitucional vigente, hay que decirlo, no es que la libertad de empresa sea una barrera infranqueable para nuestro “Estado regulador”. El Estado ciertamente se ha expandido desde que implementamos reformas de mercado en los años ’90. El ránking de Carga de la Regulación Gubernamental del Banco Mundial muestra que, tras una tendencia a mejorar que llegó a su pico en 2013, desde esa fecha hemos ido cayendo. El ránking puntúa del 1 al 7, siendo el 1 una alta carga regulatoria y el 7 una baja carga regulatoria. Chile, por ejemplo, puntúa 3.42 en 2017, muy cerca a la media mundial. Perú, 2.27, acercándose al extremo negativo de la puntuación.

Otros indicadores, como el empleo o el presupuesto públicos confirman esta tendencia. Según SERVIR (Informe sobre las características del servicio civil peruano, 2021), por ejemplo, el número de servidores públicos aumentó de 1,2 millones a 1,4 millones aproximadamente, de 2013 a 2020, con un crecimiento constante. El empleo público pasó así a ser del 7.7% al 9.6% de la población económicamente activa ocupada total. Algunos dirán que esta cifra no es preocupante a la luz de los niveles de empleo público en otros países. El problema es que esos países tienen más libertad, más ingresos y mejores servicios públicos.

El presupuesto público, por otro lado, se ha duplicado de 2010 a 2019, en sólo diez años, de 81.9 mil millones de soles en el 2010 a 168.1 mil millones de soles en el 2019 (MEF). Nuevamente, esta cifra no es mala per se, pero no es que se haya traducido en mejores servicios (en general). Sí tenemos más normas, más ministerios, más entes supervisores y reguladores que han aumentado su presupuesto.

Si bien el Tribunal Constitucional ha señalado que “toda regulación estatal debe justificarse por la presencia de una falla del mercado” (Sentencia “Costos Mínimos”, Expediente No. 0008-2003-AI/TC); lo cierto es que en el país se ha aprobado una gran cantidad de regulaciones que no pasan esa valla.

Podemos citar algunos ejemplos concretos: el Código de Protección y Defensa del Consumidor, por ejemplo, que debería ser una norma de alcance general, contiene regulaciones de sectores específicos, incluso en mercados competitivos. Tenemos una moratoria al uso de Organismos Genéticamente Modificados basada en teorías de daños sustentadas en nula o escasísima evidencia. La Ley Universitaria, aunque con una buena intención detrás, regula aspectos específicos de la administración de las universidades que constituyen un nivel portentoso de micromanagement.

Hay quienes sostienen que nuestro régimen económico pone una “camisa de fuerza” al Estado regulador. Vivimos, dentro de esta narrativa, en un “paraíso neoliberal” en el que las empresas tienen una libertad irrestricta. La realidad es otra, como demuestran los ejemplos y datos concretos arriba citados.

Es posible, por supuesto, que algunos aspectos de la actividad económica necesiten regulación. Es posible, también, que en algunos casos se necesite aplicar de manera más rigurosa la legislación vigente. El marco constitucional y legal vigente permite ello, pero en un marco de buenas prácticas regulatorias y con un adecuado análisis de impacto regulatorio. Pero muchos sectores otros necesitan a gritos una desregulación y simplificación profunda.

Ello es imprescindible si queremos retomar la senda del crecimiento económico, indispensable para eliminar la pobreza y mejorar en todos nuestros indicadores de desarrollo humano. Miremos al futuro, no al pasado.   

Los monopolios y la “prohibición imposible”

La Constitución de 1993 dio un giro de 180 grados respecto de su antecesora en lo que respecta al tratamiento de los monopolios; y fue un giro en el sentido correcto. Por supuesto, el mayor impulso a la competencia no provino de las propias normas de competencia ꟷinicialmente, poco importantes en una economía que transicionaba del “dirigismo”, con el Estado como protagonista, hacia una economía social de mercadoꟷ sino de las reformas económicas implementadas desde inicios de los años 90’ y del régimen económico en general, con su protección de la propiedad privada, promoción de la inversión privada, desregulación y apertura comercial.

Estado y mercado no deben ser, por supuesto, instituciones excluyentes sino complementarias; pero si queremos promover la competencia debemos mirar al futuro y no al pasado. Lamentablemente, eso no es lo que se está haciendo. Por el contrario, se pretende modificar el régimen económico en lo que respecta a la protección que el Estado otorga a la competencia y, en particular, como regula a los monopolios. Al mismo tiempo que se pretende, como hemos visto líneas arriba, facilitar una mayor intervención del Estado en la economía, se quiere ser “más duro” con los monopolios, oligopolios y con las “posiciones de dominio” en el sector privado.

Aunque hay hasta cuatro proyectos que pretenden modificar el artículo 61 de la constitución, analizaremos principalmente el Proyecto de Ley N° 01705/2021-CR, presentado por el Grupo Parlamentario Perú Libre el 8 de abril de 2022. Este proyecto busca prohibir de manera absoluta “los monopolios, oligopolios, acaparamientos, especulación o concertación de precios, así como el abuso de posiciones dominantes en el mercado”. Esto contrasta notablemente con el texto actual, que no prohíbe las posiciones monopólicas ni la obtención de una posición de dominio, sino solamente el abuso de tales posiciones. Además, se elimina la disposición contenida en el articulado vigente que prohíbe que mediante Ley se creen monopolios o autoricen concertaciones (algo que no es extraño en las economías planificadas).

La posición supuestamente “más dura” contra los monopolios es, en realidad, una “prohibición imposible”, tal como explica Alfredo Bullard (La Prohibición Imposible, 2003). Prohibir un monopolio no tiene sentido porque es impracticable. El monopolio es un equilibrio de mercado que no se da porque un agente económico así lo decida; sino que puede ser el resultado de muchas decisiones de productores y compradores de bienes y servicios. Puede ser resultado del proceso competitivo mismo. Puede darse, también, por un “accidente histórico” (por ejemplo, transnacionales dejando un mercado debido a una situación geopolítica en particular). Prohibir los monopolios es algo así como prohibir la congestión vehicular: puedes regular el tránsito, pero si miles de conductores deciden ir a un mismo lugar al mismo tiempo, o si hay un accidente que hace una vía intransitable, ésta se dará.

Además de ser impracticable, prohibir los monopolios es una mala política pública; porque ignora que un monopolio o posición dominante puede darse en virtud de la preferencia de los consumidores. Si una empresa goza de la preferencia de los consumidores porque su producto o servicio les reporta valor, ya sea por su mejor calidad, precio, distribución; o incluso por atributos más subjetivos como el estatus o la confiabilidad, bienvenida sea su posición de liderazgo. En determinadas industrias, por lo demás, los costos fijos necesarios para prestar el servicio determinan que sea más eficiente (léase, más barato) que menos empresas presten el servicio.

Si realmente queremos promover la competencia, hay mucho por hacer; pero no es necesario para ello reformar el régimen económico de la Constitución. Es importante, en primer lugar, proteger lo avanzado en términos de lucha contra los cárteles, donde el INDECOPI ha avanzado muchísimo. Aunque las multas impuestas no deben ser necesariamente el indicador de una buena aplicación de las normas de Libre Competencia, sí pueden ser una buena señal si partimos de un escenario en el cual no se detectaban y sancionaban suficientes cárteles. Ello era así en el Perú. Sin embargo, entre 2010 y 2020 el monto de multas impuestas se ha multiplicado por más de 20 veces, llegando en 2021 a imponerse una sanción récord en el caso del “Club de la Construcción”.

En segundo lugar, y tal como lo recomienda la OCDE, es necesario brindar más presupuesto y recursos humanos a la Dirección Nacional de Investigación y Promoción de la Libre Competencia para el monitoreo de mercados y la elaboración de estudios de mercado. Ello debería incluir la creación de un equipo especializado dentro de la mencionada dirección, dedicado exclusivamente a la elaboración de abogacías de la competencia. Esto es, cabe mencionar, que el equipo de la citada dirección ya viene haciendo, y con buenos resultados. Pero con mayores recursos podrían hacer mucho más. Estas investigaciones tendrían un impacto positivo al promover la mejor regulación o incluso desregulación de determinados sectores en los que el marco legal genera barreras a la competencia.

En lo que respecta al marco institucional, ya existen propuestas para otorgar al INDECOPI la calidad de o constitucionalmente autónomo, con un mejor proceso de nombramiento de sus autoridades. Esto debería aprobarse.  

Como vemos, es posible mejorar el marco legal e institucional de protección de la competencia en aras de contar con mercados más abiertos y que reporten más beneficios para los consumidores; pero los cambios que se proponen a nivel constitucional son un retroceso, no un avance.

La protección a los contratos: la importancia de la credibilidad

Nosotros somos culpables de la carencia de trabajo en el Perú, no sólo por haber tenido malos gobiernos o gobiernos mediocres, sino por haber hecho en el Perú un sistema jurídico inestable, al haberle dado a los poderes políticos la capacidad de interferir la contratación entre los individuos… Mientras los ciudadanos no tengan la seguridad de que lo que están contratando sea seguro, mientras exista la posibilidad de que alguien les diga que lo que están contratando puede ser modificado por el partido de turno en el gobierno, no existe estabilidad jurídica; y eso lleva a una sola vía: que el inversionista dirija sus inversiones a nuestros países hermanos, como Ecuador, Bolivia, Chile, Brasil”.

El texto citado es del Diario de los Debates del Congreso Constituyente Democrático de 1993 (Tomo I, p, 749). Más allá de las críticas que se pueda hacer al proceso constituyente de 1992-1993, no se puede negar algo: los constituyentes a cargo del capítulo económico tenían clarísima la principal dolencia que aquejaba a la economía peruana: una total deficiencia de credibilidad. La solución: una dosis doble de pacta sunt servanda (“lo que se pacta obliga”). Es por ello que el artículo 62 de la Constitución va más allá de lo que otras constituciones hacen para “blindar” los contratos. No sólo protege a los contratos de modificaciones legislativas; sino que incluso incluye la figura de los Contratos-Ley, que puede conllevar la aplicación ultra activa de las normas en aras de otorgar garantías a la inversión.  

Esta protección a los contratos no sólo tiene sentido desde un punto de vista teórico, económico y moral (¿quién haría inversiones de gran magnitud y largo plazo si existe una alta probabilidad de que cambien las “reglas de juego?); sino que ha sido un tratamiento comprobadamente efectivo: en los casi treinta años de vigencia de la Constitución de 1993 el flujo anual de inversión privada aumentó más de 5 veces. Tal como reseña el IPE (“Claves Económicas de la Constitución”, 2021), bajo este nuevo régimen económico “la inversión privada se quintuplicó al pasar de S/18.028 millones en dicho año a S/101.002 millones en el 2019, a precios constantes del 2007. Además, ha representado casi el 80% del total de la inversión en el período 2010-2019. Con ello, la inversión privada en el país representó en promedio el 20% del PBI en dichos años, más del doble que el 9% que representó este tipo de inversión para Bolivia”.

Pese a estos buenos resultados, y en línea con las propuestas de modificaciones al régimen económico ya comentadas; se pretende quebrantar este pilar del régimen económico que es la protección legal de los contratos.

El Proyecto de Ley No. 01676/2021-CR, presentado por el Grupo Parlamentario Perú Libre pretende en efecto privar al tratamiento de su “principio activo”, al modificar el artículo 62 de la Constitución para establecer que “los términos contractuales pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase cuando lesionen el interés público”.

Hoy en día las actividades económicas pueden ser impactadas (y de hecho, lo son) por la intervención regulatoria del Estado. Los legisladores y gobernantes tienen la capacidad de modificar las “reglas de juego”; y eso está bien (las circunstancias cambian, también puede hacerlo el marco legal).  Ello, por supuesto, debería hacerse siguiendo buenas prácticas regulatorias: es decir, con regulaciones basadas en evidencia, con un adecuado análisis de impacto y con procesos transparentes. Estos cambios, por supuesto, no se aplican retroactivamente.

El proyecto materia de comentario, sin embargo, quiere ir más allá. Quiere modificar los “términos contractuales” de las relaciones económicas, es decir, los precios, los plazos y otras condiciones contractuales que se pactaron válidamente al momento de celebrar el contrato. No es difícil predecir el impacto de un cambio como el propuesto. Una vez más, se quiere “volver al pasado”. Un pasado sin estabilidad jurídica y sin inversión privada. Ello nos traería un retroceso enorme en términos de crecimiento económico y desarrollo en general, incluyendo la lucha contra la pobreza.

Felizmente, no existe una alta probabilidad de que las modificaciones al régimen económico aquí comentadas sean aprobadas, dado el fallido autogolpe de Pedro Castillo y la posición actual del “oficialismo”. Pero en un escenario en el que el ímpetu refundacional de algunos sectores sigue presente, y amenaza siempre con regresar, debemos estar preparados para refutar propuestas como las aquí comentadas.


* El presente texto fue elaborado en parte utilizando una serie de posts publicados en el Diario Gestión (ver aquí, aquí, aquí y aquí) entre el 25 de julio y el 7 de octubre de 2022. Rossmery Curilla, abogada por la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, me prestó su valiosa asistencia en la identificación de los proyectos de ley analizados.  

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Protección de la privacidad y libre contratación: un enfoque de costos de transacción

Desde hace ya varios años, sobre todo desde que la gran proliferación del uso de internet, existe una tendencia a proteger cada vez más la privacidad de las personas, desde la regulación de datos personales y el “derecho al olvido”. Esto por supuesto, es positivo, aunque me temo que algunas normas podrían estar generando un efecto negativo ya sea porque imponen reglas demasiado restrictivas o porque contemplan procedimientos demasiado costosos.  

Hace algunas semanas publicamos un artículo en el Diario Gestión sobre una decisión de la que podría elevar irrazonablemente los costos de contratación.

“La ANPDP ha sancionado a una empresa por acceder a los antecedentes judiciales, penales y policiales de potenciales empleados a través de terceras “empresas verificadoras”, que habrían accedido a tal información de manera ilegal. La LPDP establece en su artículo 13, numeral 13.8, que el uso de datos personales referidos a la comisión de infracciones penales o administrativas “solo puede ser efectuado por las entidades públicas competentes”. El fundamento de la norma, además de proteger la privacidad, sería el de “proteger el principio de presunción de inocencia” de las personas. La decisión es obviamente correcta en relación con la obtención irregular de la información; pero, queda la duda, ¿cómo puede obtenerse legalmente esta información?

Las opciones disponibles para los potenciales empleadores, entonces, serían el solicitar el Certificado Único Laboral (CUL) expedido por el Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo; o recurrir al procedimiento contemplado en la Ley N.° 29607, Ley de Simplificación de la Certificación de los Antecedentes Penales en Beneficio de los Postulantes a un Empleo, según la cual los empleadores, en el marco de un proceso de reclutamiento, deben solamente solicitar al interesado una declaración jurada simple de no registrar dichos antecedentes. Solo en caso el postulante sea contratado, el empleador puede recién exigirle la presentación del Certificado de Antecedentes Penales o solicitar dicha información a la autoridad competente, previa autorización del postulante”.

Como señalamos líneas arriba, el objetivo de la norma de proteger la privacidad y de evitar la estigmatización de personas con antecedentes. No queremos que las personas vayan por allí con un pasaporte amarillo a lo Jean Valjean en “Los Miserables”. Pero esta protección, antes de consagrarse en una norma, debe sopesarse frente a otros intereses y derechos; así como considerarse a la luz de un análisis costo-beneficio.

Nuevamente, del mismo artículo:

“En primer lugar, debe considerarse la libertad de asociación de los posibles empleadores. ¿No tenemos acaso las personas y empresas la libertad de fijar los criterios bajo los cuales queremos asociarnos con terceros? Si una empresa va a contratar un cajero, o una familia a una persona para cuidar a los niños de la casa, ¿no deberían tener la posibilidad de verificar los antecedentes de esa persona incluso antes de iniciar un contacto con el potencial empleado?

¿Qué pasa en aquellos supuestos en los que se quiere reclutar empleados en base a un universo grande de candidatos? ¿Tendría que contactarse necesariamente con cada uno de ellos? ¿Qué pasa en aquellos casos en los que la contratación implica un compromiso de largo plazo y de la reputación del empleador; como la contratación de un socio en una firma de servicios, por ejemplo? En todos estos casos, las opciones previstas en la Ley pueden ser insuficientes o implican demasiados costos de transacción (no solo para los potenciales empleadores, sino también para los candidatos).

En segundo lugar, la norma que restringe la posibilidad de verificar antecedentes penales, judiciales y policiales considera solo los costos de revelar la información sobre antecedentes para quien los tiene; pero no los beneficios para quien no los tiene. Sin la certeza sobre los antecedentes penales, judiciales y policiales, los empleadores pueden desconfiar de todos los candidatos. Esto es especialmente sensible en un país como el Perú, con bajos índices de confianza interpersonal y con un problema grave de inseguridad. Una vez que se cuenta con tal información, los empleadores tendrán más confianza en los candidatos que no tengan antecedentes. Un enfoque restrictivo sobre el acceso a esta información perjudica, en el neto, a más trabajadores de los que beneficia.

Una forma sensata de balancear los intereses opuestos en el presente caso, y de proteger la privacidad a un costo razonable, sería permitir que los empleadores puedan acceder, directamente y previo pago, a una base de datos estatal (podría ser el ya mencionado CUL) y que estén autorizados a manejar esa información en bases de datos confidenciales, bajo responsabilidad administrativa (multas de la ANPDP) y civil (indemnización al afectado) en caso esos datos se filtren. Estas bases de datos además se registrarían, como cualquier otra base de datos, para permitir a la ANPDP un monitoreo razonable. Cualquier requerimiento podría, a su vez, notificarse al titular para que este pueda actualizarlos o solicitar una rectificación (ya regulada en la LPDP)” (el énfasis es agregado).

Lo propuesto en el artículo requeriría cambios menores a las normas vigentes, y creo que podría ayudar a a reducir los costos de transacción de la contratación laboral, lo que a su vez podría facilitar la creación de empleos formales.

Estas consideraciones no parecen preocupar a nuestro Congreso, sin embargo. El sábado 25 de noviembre de 2023 se publicó en el Diario Oficial El Peruano la Ley 31944 , que modifica la Ley 27489, Ley que regula las centrales privadas de información de riesgos y de protección al titular de la información, con el fin de restringir el uso de la información de las centrales privadas de información de riesgos (CEP).

Nuevamente, con la “buena intención” de proteger a la privacidad y los datos de las personas, se establece que sólo podrá utilizarse reportes de crédito en los procesos de selección de entidades públicas y privadas con el consentimiento previo de los postulantes. Además, se regula que los reportes de crédito de candidatos no podrán ser causal de su exclusión en los procesos de selección, al considerarse esto último un “acto discriminatorio”.

¿Cómo así es un acto discriminatorio tomar en cuenta el riesgo crediticio de una persona? Claramente un mal comportamiento o historial crediticio pueden incidir en el comportamiento de una persona en sus funciones laborales, ya que nos dan información relevante sobre el manejo de sus finanzas o apetito por el riesgo. ¿Contratarías tú a un apostador crónico como gerente de finanzas? ¿A una persona con muchas deudas de cajero?

Urge considerar acciones legales contra estas normas o propuestas de reforma, pues la regulación vigente está determinando que sea demasiado costoso o complicado para las empresas establecer filtros relevantes para la contratación de trabajadores. Ello afecta no sólo a las empresas, sino a los mismos trabajadores (o potenciales trabajadores) que entiendo se busca proteger.

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“Mecanismos diferenciados de acceso”: compras inteligentes para salvar más vidas*


En un contexto en el que la producción normativa nos invita mucho más frecuentemente a la crítica que al aplauso, sentí que incurrí en una casi-negligencia al no haber comentado aquí la Ley No. 31378, Ley que modifica la Ley 29698, Ley que declara de interés nacional y preferente atención el tratamiento de personas que padecen enfermedades raras o huérfanas (la Ley), publicada en el Diario Oficial el 11 de mayo. Creo que la publicación de esta norma es una muy buena noticia. ¿Por qué?

Porque regula que un relativamente nuevo mecanismo de compra de medicinas, hasta hoy restringido a la adquisición de medicinas contra el cáncer, los denominados “mecanismos diferenciados de acceso” o “MDA” puedan ser utilizados también para combatir las llamadas enfermedades “raras” o “huérfanas”.  

Foto: Andina

Pero ¿en qué consisten los MDA? En un artículo previo habíamos explicado que:

“Los MDA, también conocidos como mecanismos innovadores de acceso o acuerdos de acceso administrado, son contratos entre los productores de medicamentos y los compradores de éstos (en el caso peruano, el Estado, mayoritariamente), en virtud de los cuales los productores de medicamentos pueden compartir parte del riesgo financiero o de eficacia de un determinado medicamento. Recordemos que hoy, bajo las reglas tradicionales de contratación pública, el Estado compra medicamentos luego de un complicado proceso de selección, y filtros de eficacia que toman tiempo. En ese procedimiento, además, los funcionarios públicos tienen incentivos para ser aversos al riesgo y comprar medicamentos de eficacia comprobada. Es entendible, pues ellos están asumiendo el riesgo. En dichos casos, los productores de medicamentos no tendrán que devolver lo pagado si el medicamento no es tan eficaz; ni entregar más dosis gratis si los tratamientos necesitan extenderse.

Los MDA son contratos flexibles que precisamente permiten que productores y Estado manejen términos contractuales que permitan manejar el riesgo financiero (por ejemplo, un pago fijo por paciente que permita que el productor asuma el riesgo si el tratamiento termina necesitando más dosis) o de eficacia del producto (por ejemplo, sujetando al pago a un determinado resultado).

(…)

Aunque la evidencia es todavía incipiente en cuanto a los beneficios económicos de los MDA en términos de ahorro en las compras estatales; sí han significado un incremento en los tiempos de acceso a los medicamentos novedosos en países como Italia (casi un año antes). En Australia, un MDA incrementó en poco más 10% el ratio de supervivencia de pacientes con cáncer a la piel en etapa de metástasis. Es por ello que dos tercios de los países de la OECD ya usan MDA y, en Latinoamérica, cuatro países han regulado o vienen usándolos: México, Chile, Uruguay y Colombia” (el énfasis es agregado).

Como puede apreciarse, los MDA pueden facilitar que el Estado compre más medicinas novedosas más rápido. Ciertamente, comprar este tipo de medicinas tiene un alto costo monetario y además implica un riesgo, ya que no hay total certeza de que los medicamentos funcionarán. Pero ese costo y riesgo valen la pena, porque debe analizarse en el alto costo que están asumiendo los pacientes en términos de vida (pueden morir ante la ausencia del tratamiento) o de calidad de vida (síntomas de las enfermedades e imposibilidad de llevar a cabo sus actividades normales).

Dado esta gran promesa de los MDA señalamos en el artículo ya citado que:

“Si los MDA son implementados con éxito en el sector oncológico, debe analizarse la posibilidad de que se extienda en general a las compras de medicamentos estatal; ya que podrían ser una gran herramienta para el tratamiento de enfermedades “raras” o “huérfanas”. Quizás algún Congresista pueda hacer suya la iniciativa”.

Y eso fue precisamente lo que pasó. La congresista Diana Gonzales tomó la idea y la introdujo en un proyecto de ley que buscaba promover el diagnóstico, tratamiento y rehabilitación de las personas que padecen enfermedades huérfanas o raras. Pueden revisar el expediente del proyecto de Ley aquí.

Como se sabe, el acceso a medicamentos es un problema en el país. Existe por supuesto, el obvio problema de que no somos un país que genera innovación en medicamentos. Por nuestro tamaño (y especialmente en el caso de enfermedades raras, por definición con una base pequeña de pacientes) no somos necesariamente un mercado atractivo. Pero además de ello, nos damos el lujo de poner trabas al registro sanitario de nuevos medicamentos; y el Estado, que es el principal adquirente de estos medicamentos (70% de las medicinas las compra el Estado), se demora demasiado en tomar las decisiones necesarias para que se compre y administre nuevos medicamentos.

Según un estudio encargado por la Asociación Nacional de Laboratorios Farmacéuticos (ALAFARPE) y la Federación Latinoamericana de la Industria Farmacéutica (FIFARMA) a la consultora IQVIA el procedimiento peruano demoraba por lo menos 24 meses para el reembolso de los medicamentos innovadores. El promedio es un poco más, incluso, llegando a 1050 días[1]. Esto sin contar los tiempos para registros sanitarios, que pueden tomar meses.

Gráfico 1

Tiempo promedio de registro a reembolso de medicamentos innovadores

Fuente: IQVIA (Ver Nota 1).

Es precisamente por esas falencias que la Ley es una buena noticia. Además de permitir que se usen los MDA, establece que “Los mecanismos de adquisición señalados en el párrafo precedente estarán exceptuados del ámbito de aplicación de la Ley 30225, Ley de Contrataciones del Estado, y de su reglamento, o de las que hagan sus veces”. Esta exoneración de los procedimientos habituales de compras estatales va a permitir un procedimiento mucho más célere. Esta exoneración puede generar escepticismo en algunos; pero por su propia naturaleza los MDA requieren de una negociación flexible e incluso confidencialidad de algunas de las condiciones negociadas[2].

Otro aspecto ya positivo del proyecto es que introduce; o, mejor dicho, introduce de manera efectiva el “principio de confianza”[3] en la regulación sanitaria. Hoy en día, este principio está regulado, pero es más que todo una declaración, pues el hecho de que un medicamento provenga de un país de alta vigilancia sanitaria y esté aprobada por las autoridades de tal país no implica algún tipo de beneficio de aprobaciones más céleres o simples. Justamente esa debería ser la idea. El principio de confianza es un mecanismo de ahorro de costos administrativos, en virtud del cual los países de menos recursos podemos hacer un poco de “free riding” en todo el tiempo y recursos (recursos que muchas veces no tenemos) ya incurrido por otras agencias como la Food and Drug Administration de los Estados Unidos de América. Es por eso que la Ley establece que:

“Los productos farmacéuticos que cuentan con registro, aprobación, permiso, autorización o cualquier modo de título habilitante emitido o aprobado en cualquiera de los países de alta vigilancia sanitaria, de acuerdo a lo señalado en el Decreto Supremo 001-2019-SA, destinados a la atención integral, incluyendo diagnóstico y tratamiento, de las enfermedades raras o huérfanas obtendrán registro sanitario sin más requisitos técnicos o médicos que la acreditación de dicho registro previo. La información de seguridad y eficacia de los productos farmacéuticos que presenten los titulares será aquella que sustentó el registro correspondiente en el país de alta vigilancia sanitaria” (el énfasis es nuestro).

Además, la Ley regula un plazo no mayor de 45 días calendario e incluso la aplicación del silencio administrativo positivo.

Los MDA, y este tipo de cambios normativos pueden ayudar a salvar más vidas. Por supuesto, el cómo se reglamente e implemente esta norma es vital para que su potencial impacto positivo se materialice. En cualquier caso, creo que es un cambio digno de elogio. No deberíamos conformarnos, sin embargo. ¿Por qué no implementar un procedimiento así para todos los medicamentos y dispositivos médicos?


* Disclaimer: Elaboré un informe legal sobre la implementación de los MDA en la reglamentación de la Ley Nacional del Cáncer para un laboratorio farmacéutico.

[1] IQVIA. Análisis del acceso a medicamentos innovadores en Perú en comparación con los países OCDE (2019) Citado por COMEX PERÚ.  Opinión sobre Proyecto de Ley N° 1880/2021-CR – Ley que promueve la reducción de precios de los medicamentos y amplía su oferta. 3 de mayo de 2023. Disponible en:  https://www.comexperu.org.pe/upload/articles/proyectos-de-ley/Carta_Salud_Confianza_AR_Alta_Vigilancia_Sanitaria_May2023.pdf

[2] Esta de hecho es una crítica que se ha realizado a los MDA, ya que la confidencialidad dificulta la fiscalización de este tipo de contratos. Creo que esto puede solucionarse con un periodo de confidencialidad limitado, luego del cual se puede hacer una revisión ex post de los contratos.

[3] Según el principio de confianza una autoridad regulatoria de un país puede confiar en las evaluaciones de otra autoridad sanitaria, especialmente si se trata de un país considerado como de “alta vigilancia sanitaria”. El reglamento de la Ley N° 29459, Ley de los Productos Farmacéuticos, Dispositivos Médicos y Productos Sanitarios contiene un anexo con el listado de países que se consideran de alta vigilancia sanitaria. Para entender un poco más este principio recomendamos revisar: PAN AMERICAN HEALTH ORGANIZATION. Regulatory Reliance Principles: Concept note and recommendations. Ninth Conference of the Pan American Network for Drug Regulatory Harmonization (PANDRH). (San Salvador, 24 to 26 October, 2018). Washington, D.C.: PAHO; 2019). Disponible en: https://iris.paho.org/bitstream/handle/10665.2/51549/PAHOHSS19003_eng.pdf

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“Finanzas abiertas”: ¿promoviendo la competencia o el free riding?

En un artículo publicado en el Diario Gestión el año pasado[1], señalamos que, pese a lo positivo que puede ser el fenómeno Fintech, en términos de introducir más competencia e inclusión financiera:

“Esto no quiere decir, (…) que debamos importar regulaciones que se están discutiendo o incluso implementando en otras jurisdicciones como el ‘open banking’ o la ‘interoperabilidad’, que contienen reglas que obligan a la banca tradicional a compartir información o infraestructura con las empresas entrantes.

(…)

El establecer (ya sea vía la política de Libre Competencia o vía regulación ex ante) normas que obligan a ciertos actores a compartir su infraestructura o la información que han podido recolectar y procesar en la interacción con sus clientes puede atentar contra los incentivos para invertir en dichos recursos; y en el largo plazo, atentar contra la calidad o el alcance de los servicios prestados a los consumidores”.

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Dado la proliferación de propuestas y regulaciones en dicha línea; vale la pena profundizar un poco más en qué consisten, de qué premisas parten, y las consecuencias que pueden traer. A inicios de este año, se aprobó en Chile, por ejemplo, la Ley que promueve promueve la competencia e inclusión financiera a través de la innovación y tecnología en la prestación de servicios financieros, Ley Fintec. Dicha Ley contempla en su artículo 17 que forman parte del sistema de “finanzas abiertas”, entre otros, la “información sobre las condiciones comerciales contratadas y el uso o historial de transacciones realizadas por los Clientes respecto de los productos y servicios financieros que mantengan contratados con instituciones proveedoras de información, según sea aplicable, incluyendo: a) cuentas corrientes y sus líneas de crédito asociadas, cuentas a la vista, cuentas de provisión de fondos y cuentas de ahorro; b) tarjetas de crédito, con sus respectivas líneas de crédito asociadas; c) operaciones de crédito de dinero; d) pólizas de seguro; e) instrumentos de ahorro o inversión; f) servicios de operación de tarjetas y medios de pago similares, y g) otros productos o servicios financieros que defina la Comisión por norma de carácter general”.

¿Qué implica esto? Según la misma Ley, “la obligación de dar acceso y entregar la información que conforme a esta ley le sea solicitada por Instituciones Proveedoras de Servicios Basados en Información, en los términos y condiciones establecidas en ella”. El Informe Preliminar del Estudio de Mercado del Sector Fintech en el Perú elaborado por el INDECOPI (p. 102) que, aunque no comenta en particular la Ley chilena, pero plantea el «Open Banking» como una solución regulatoria a posibles problemas de competencia, nos da un ejemplo de cómo operaría esto:

“Así, por ejemplo, una Fintech de cambio de moneda, podrá generar una oferta personalizada con tasas de cambio preferenciales atendiendo a la información a la que tenga acceso sobre qué días del mes las personas suelen requerir cambiar soles a dólares o dólares a soles. Del mismo modo, si las billeteras digitales cuentan con información sobre los establecimientos comerciales preferidos de sus clientes para adquirir productos o servicios, podrán generar alianzas con dichos establecimientos para ofrecer descuentos o mejores ofertas a sus clientes. 

No obstante, las Fintech actualmente no cuentan con algún mecanismo para acceder a la información que poseen los bancos sobre los clientes de los servicios que prestan en los distintos mercados, lo que las coloca en una situación desventajosa para el desarrollo y expansión de su oferta comercial frente a las entidades más grandes que cuentan con abundante información de sus clientes (por ejemplo, data transaccional), gracias a los cuales pueden elaborar perfiles crediticios más exactos y una oferta comercial más atractiva”. 

Esto se hace, por supuesto, con la buena intención de promover la competencia.  Como señala otro reciente informe elaborado por una alianza de asociaciones Fintech de los países miembros de la Alianza del Pacífico (Alianza Pacífico. Estándares Open Finance como palanca de conversión regional, 2023. p. 6) : “Los estándares de Open Finance permiten que los proveedores de servicios financieros compitan en igualdad de condiciones, facilitando que los consumidores puedan comparar fácilmente los productos y servicios financieros de diferentes proveedores y elegir el que mejor se adapte a sus necesidades”.

El problema con estas propuestas regulatorias es que parten de al menos dos premisas que consideramos discutibles; y, en políticas públicas así como en medicina, un remedio que parte de un mal diagnóstico puede terminar teniendo un efecto contrario contraproducente.

En primer lugar, hay que precisar que ni las normas de competencia ni la regulación tienen como objetivo (al menos no en una economía de mercado como la nuestra, incluso cuando el término esté modificado por el adjetivo “social”) una “competencia en igualdad de condiciones”. El Derecho de la Libre Competencia en el Perú busca evitar que distorsione la competencia con abusos de posición de dominio o acuerdos anticompetitivos; y la regulación, en aquellos mercados que presenten “fallas de mercado”, replicar o fomentar un resultado razonablemente competitivo vía el establecimiento de reglas ex ante. Pero ni en uno ni en otro caso se busca prohibir (o no se debería buscar prohibir) que un agente económico aproveche las ventajas competitivas que haya obtenido lícitamente[2].

En segundo lugar, se parte de la premisa que toda la información que se busca compartir de manera forzada es siempre de los clientes; sin consideración alguna del esfuerzo e inversiones realizadas por las instituciones financieras para recoger, almacenar, procesar y agregar dicha información para generar valor con ella[3]. En el ejemplo citado líneas arriba del informe de INDECOPI, por ejemplo, parece ignorarse que tienen esta información porque nos dan un servicio (un crédito, por ejemplo) en virtud del cual la obtienen. Muchas veces el consumo cuya información se registra es incluso fomentado por las instituciones financieras a través de convenios que se tiene con los establecimientos (descuentos al tener una “cuenta sueldo”, por ejemplo). Luego, esa información es procesada; incurriéndose en costos de servicios e infraestructura tecnológica para recogerlos, almacenarlos y darles valor.

Como se podrá inferir ya en este punto, el obligar a entregar esta información genera un serio problema de incentivos: ¿para qué voy a invertir en generar esa valiosa información si la regulación me va a obligar a compartirla con mis competidores? Obligar a una institución financiera a compartir la información sobre las transacciones que maneja es como obligar a un restaurant a compartir su receta o a un equipo de fútbol sus estrellas. Dicha obligación podría tener un impacto similar a lo que en Economía se conoce como el problema del “free riding, y debe evitarse porque genera que se produzca una cantidad menor a la cantidad (en este caso de información) que sería eficiente producir. No tenemos evidencia empírica de dicho impacto, ya que este tipo de regulaciones son relativamente nuevas; pero es obligación de quien propone las regulaciones tratar al menos de prever posibles impactos negativos.  En cualquier caso, debería establecerse que la transferencia mandatoria de dicha información está sujeta a una contraprestación de mercado.

¿Podrían las instituciones financieras tradicionales actuar de manera anticompetitiva frente a las Fintech? Sí, es un escenario posible. Hipotéticamente una institución financiera podría negar el acceso a su infraestructura o a determinado recurso a una Fintech y eso podría (en condicional) constituir un abuso de posición de dominio (sujeto a que se demuestra tal posición en primer lugal). Hipotéticamente, también, dos o más instituciones financieras podrían celebrar acuerdos para boicotear la operación de las Fintech. Pero en ese caso, precisamente, la solución está en la legislación de Libre Competencia, que puede sancionar dichas prácticas sin necesidad de emitir nueva regulación.

El ingreso de las Fintech es un fenómeno positivo. Se trata de servicios que pueden promover una mayor inclusión financiera e innovación. Desde ya, creo, ha introducido incentivos para que las instituciones financieras “tradicionales” se “pongan las pilas” y mejoren su oferta. Claramente, pueden promover eficiencias al reducir costos de transacción. Por eso mismo, han sabido captar la atención de los consumidores sin necesidad de este tipo de regulaciones.  Muchos emprendimientos Fintech, con el valor que aportan, pueden asumir el costo de la información que necesitan (obteniéndola vía el libre mercado) y aun así tener un modelo de negocio sostenible.


[1] ¿Regular o no regular el fenómeno fintech? Confiemos en la competencia. En: Diario Gestión. 16 de enero de 2022. Disponible en: https://gestion.pe/opinion/regular-o-no-regular-el-fenomeno-fintech-confiemos-en-la-competencia-noticia/

[2] Incluimos un «debería» porque, en la práctica, sí hay regulaciones que buscan precisamente ello: proteger a un grupo de competidores o empresas en casos en los que no estamos ante una falla de mercado y la eficiencia no se ha visto afectada.  

[3] Klein analiza este argumento respecto de las plataformas digitales: “’My data’ is a record of all my interactions with platforms, with other users on those platforms, with contractual partners of those platforms, and so on. It is co-created by these interactions. I don’t own these records any more than I ‘own’ the fact that someone saw me in the grocery store yesterday buying apples. Of course, if I have a contract with the grocer that says he will keep my purchase records private, and he shares them with someone else, then I can sue him for breach of contract. But this isn’t theft. He hasn’t ‘stolen’ anything; there is nothing for him to steal. If a grocer — or an owner of a tech platform — wants to attract my business by monetizing the records of our interactions and giving me a cut, he should go for it. I still might prefer another store. In any case, I don’t have the legal right to demand this revenue stream”. Ver: Peter G. Klein, Who Owns My Data? En: Network Law Review. 18 de octubre de 2021. Disponible en: https://www.networklawreview.org/klein-data/

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Sostenibilidad y libre competencia: ¿objetivos en conflicto?*


¿Pueden dos empresas que compiten en el mercado ponerse de acuerdo acerca del nivel de dióxido de carbono que emitirán sus productos? ¿Pueden acordar niveles máximos o mínimos de material reciclado que usarán en sus productos? ¿Pueden las casas de moda ponerse de acuerdo sobre la fecha de lanzamiento de sus colecciones y los remates de fin de temporada “para evitar desperdicios”? ¿No es acaso claro que tales acuerdos apuntan al valioso objetivo social de proteger el medio ambiente y evitar desperdicios, promoviendo así la sostenibilidad? Dos recientes artículos en el Harvard Business Review (When Climate Collaboration Is Treated as an Antitrust Violation, 17 de octubre de 2022) y en el New York Times (“When Does Collaboration Become Collusion?, 7 de noviembre de 2022) parecen implicar que el Derecho de la Libre Competencia es un obstáculo para que las empresas colaboren en aras de proteger la sostenibilidad.  

Foto de Jonathan Chng en Unsplash

Quizás porque las autoridades y especialistas en la materia hacemos énfasis en los acuerdos que son anticompetitivos, se asume muchas veces que el Derecho de la Libre Competencia restringe cualquier colaboración entre competidores.

Debemos aclarar esa confusión. El Derecho de la Libre Competencia solo prohíbe en algunos casos (y esto es, una prohibición relativa, sujeta a una comparación de efectos anti y pro-competitivos) aquellas colaboraciones que tienen la posibilidad de afectar la competencia. Sí prohíbe de manera absoluta un conjunto aún más reducido de “colaboraciones” que tienen una probabilidad muy alta de afectar la competencia (estos son los llamados “cárteles duros” o “hardcore cartels”, acuerdos limitados a la fijación de precios o condiciones de comercialización, o al reparto de clientes o territorios[1]).

Fuera de estos casos, las empresas colaboran todo el tiempo, incluso cuando son competidoras directas. Comparten infraestructura, se venden insumos, maquilan productos una de la otra, y, por supuesto, colaboran en acciones con impacto social: respuesta frente a emergencias sociales, como hemos visto en el Perú en casos de desastres naturales o más recientemente durante la pandemia del Covid-19.

Es innegable que cada vez es mayor la demanda, por parte de los consumidores incluso, de políticas comerciales consistentes con la sostenibilidad ambiental y otros objetivos socialmente valiosos. En poco más de 20 años, las inversiones sostenibles representan más de US$ 35 billones, más del 35% del total de activos administrados a nivel global (Global Sustainable Investment Alliance, 2020).

¿Cómo pueden entonces las empresas cumplir con las demandas de sus accionistas y otros stakeholders, y crear sinergias entre ellas para implementar políticas sosteniblessin incurrir en riesgos de libre competencia? La buena noticia es que esto no debería ser tan complicado. En la mayoría de casos puede separarse de manera relativamente sencilla las iniciativas que podrían constituir un riesgo de libre competencia de las que no. En primer lugar, una gran cantidad de iniciativas de sostenibilidad pueden tomarse de manera unilateral, caso en el que no existen riesgos relevantes de libre competencia[2].

En el caso de acuerdos entre competidores, como hemos visto, una gran cantidad de éstos caen fuera del ámbito de aplicación del Derecho de la Libre Competencia en la medida que ni siquiera tienen un impacto sobre la competencia. Entre dichos acuerdos podemos encontrar varios acuerdos relativos a iniciativa de sostenibilidad. Reunirse en un gran foro para discutir políticas de sostenibilidad; realizar propuestas normativas relativas a la sostenibilidad a través de gremios; acordar políticas para el manejo de residuos (que no impliquen restringir la oferta) son todos acuerdos válidos. Acaso la única precaución que hay que tener en estos casos es que, en el interín, no se intercambie información competitivamente sensible que pueda llevar a malinterpretar los acuerdos (por ejemplo: para aportar cuotas a una causa de manera proporcional las empresas pueden establecer una cuota proporcional a sus ventas). Para ello, los sistemas de cumplimiento nos ayudan a compartir la información con algunas salvaguardias (por ejemplo: compartir la información sobre ventas sólo histórica y no reciente, y exclusivamente a las personas que harán el cálculo).

Existen otros casos en los que los acuerdos tienen alguna posibilidad de afectar la competencia, pero son analizados bajo la llamada “regla de la razón”, porque también pueden tener efectos pro-competitivos. Aquí pueden entrar, por ejemplo, los acuerdos para la fijación de estándares de calidad. En estos casos, la doctrina y jurisprudencia comparada de Libre Competencia reconocen que tales acuerdos pueden tener un efecto positivo en la competencia. En estos casos, lo recomendable es realizar un análisis previo del acuerdo para tener seguridad respecto del impacto neto positivo del acuerdo.

Finalmente, existen otros supuestos en los que los acuerdos, incluso cuando pudiesen tener un objetivo loable desde el punto de vista de la sostenibilidad, van a tener el impacto de aumentar los precios o de reducir la calidad, opciones, innovación u otras condiciones de comercialización en perjuicio de los consumidores. Pensemos en los acuerdos entre las casas de moda mencionados al inicio del artículo. Por más que tengan la buena intención de reducir el desperdicio de ropa; el coordinar la eliminación de los “remates” de fin de temporada va a tener un perjuicio claro en el consumidor. La etiqueta de “sostenible” no va a permitir que las agencias de competencia pasen por alto dicho acuerdo, como ha precisado recientemente la Presidenta de la Federal Trade Commission de los Estados Unidos de América, Lina Khan.

¿Qué pasa en aquellos casos en los que el beneficio en términos de sostenibilidad pudiera ser mayor que el beneficio en términos de protección de la competencia? Las agencias de competencia no deberían hacer ese juicio de valor. Lo ideal es acudir al proceso democrático para que el legislador regule las exenciones que correspondan (tomando en cuenta, a su vez, las distorsiones que dichas exenciones podrían generar, ya que estas distorsiones también tienen un costo social).

Un trabajo coordinado entre las políticas de competencia y la regulación, con un adecuado análisis costo-beneficio de por medio, nos permite llegar a un balance más que razonable entre libre competencia y sostenibilidad.  No es necesario modificar las leyes de Libre Competencia ni, sus objetivos, ni crear nuevos estándares. Sí, como en otros casos, la emisión de lineamientos por parte de las agencias de competencia aportaría más claridad.


* Publicado originalmente en el Diario Gestión, el 16 de marzo de 2023. Disponible en: https://gestion.pe/opinion/mario-zunigasostenibilidad-y-libre-competencia-objetivos-en-conflicto-noticia/. La presente versión incluye cambios y adiciones menores; así como links a los informes o notas referenciados. 

[1] Para mayor información sobre los denominados “hard core cartels”, ver: INTERNATIONAL COMPETITION NETWORK. Building Blocks for Effective Anti-Cartel Regimes. Vol. 1. June, 2005. Disponible en:  https://www.internationalcompetitionnetwork.org/wp-content/uploads/2018/05/CWG_BuildingBlocks.pdf

[2] Salvo que la empresa tenga posición de dominio, caso en el cual habría que analizar si la iniciativa implica dejar de contratar con proveedores o distribuidores; lo cual podría ser interpretado, bajos ciertos supuestos, como una negativa injustificada de trato. MI posición personales es que dejar de contratar

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No, las fusiones no son “el cártel perfecto”*

Existe una línea de opinión según la cual sin una norma de control de concentraciones la legislación de libre competencia está “incompleta” [1], pues, frente al riesgo de ser sancionadas por cartelizarse, un grupo de empresas podría fusionarse y así elevar “el precio sin consecuencia legal alguna”[2]. Hace algunos meses, en el Simposio que el INDECOPI organizó a propósito de cumplirse un año de vigencia de la Ley de Control de Concentraciones en el país[3]; Rubén Maximiano, experto de la División de Competencia de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) señaló, al tratar de sustentar la importancia de los regímenes de controles de fusiones, que las fusiones son “el cartel perfecto” (“like the ultimate cartel”, fue la frase exacta en inglés), precisamente por ello, porque podrían servir para subir los precios “impunemente”.  

Imagen real de una adquisición. Foto: GettyImages.

Entiendo de dónde viene el argumento. Recordemos que el Derecho de la Libre Competencia nace en parte como una forma de combatir los “trusts”, que finalmente eran una forma de evadir las restricciones que el Derecho común ya imponía a las “restricciones al comercio”. Ahora bien, al recordar esto hay que tener en cuenta que los “trusts” eran prácticamente una fachada para un acuerdo que en realidad tenía por objeto fijar precios[4]. No estábamos ante una verdadera integración empresarial, algo que sí se da (o suele darse) en una fusión. Por eso, más allá de que se pueda señalar de que un régimen de control de fusiones es necesario o deseable, el describir, las fusiones y adquisiciones como una forma alternativa de “cartelizarse” es, por decir los menos, incompleto. Este detalle, en apariencia meramente semántico, puede tener relevancia en un contexto en el que desde varios frentes se está empujando a las agencias de competencia hacia una aplicación más agresiva de las normas de control de concentraciones[5].

Al describir las fusiones sólo como una forma de adquirir más poder de mercado, o cuota de mercado, o márgenes de ganancias, estaríamos dejando de lado algo muy importante: cómo es que se ganarían estas ventajas. No debemos olvidar cuál es el objeto del Derecho de la Libre Competencia. Como sea que lo expresemos (“el bienestar del consumidor” o “el proceso competitivo”), es claro que el Derecho de la Libre Competencia protege más un proceso que un resultado final; una dinámica en la que, en principio, se confía en que el mercado es la mejor forma de asignar los recursos, y la política de competencia busca remover barreras a esa dinámica, no forzar un resultado concreto. En ese sentido, no importa sólo lo que las empresas consigan en el mercado, sino cómo lo consiguen.

Aceptando ese enfoque de las fusiones estaríamos ignorando, además, décadas de literatura económica y de administración de negocios. Estaríamos ignorando, para empezar, los fundamentales aportes de Ronald Coase en “La Teoría Económica de la Empresa”: adquirir otras empresas (o líneas de negocio o activos) nos permite reducir costos de transacción y generar “economías de escala” en la producción. Según Coase:

“Parece ser que la razón principal por la que es rentable establecer una empresa es que hay un costo de usar el mecanismo de precios. El costo más obvio de ‘organizar’ la producción a través del mecanismo de precios es la de descubrir cuáles son los precios relevantes. Este costo puede reducirse, pero no será eliminado, por la aparición de especialistas que vendan esta. Los costos de negociar y concluir un contrato por separado para cada transacción de intercambio que tiene lugar en un mercado también deben ser tomados en cuenta”[6].

La respuesta sencilla podría ser “celebremos contratos de largo plazo”. No es tan sencillo. Explica el mismo Coase que:

“Hay, sin embargo, otras desventajas -o costos- de utilizar el mecanismo de precios. Se puede desear hacer un contrato a largo plazo para el suministro de algún artículo o servicio. Esto puede deberse al hecho de que si se hace un contrato de un contrato a largo plazo, en lugar de varios más cortos, entonces se evitarán ciertos costes de realización de cada contrato. O, debido a la actitud frente al riesgo de los interesados, pueden preferir hacer un contrato a largo plazo en lugar de uno a corto plazo. Ahora bien, debido a la dificultad de preveer el futuro, cuanto más más largo sea el plazo del contrato para el suministro de la de la mercancía o del servicio, es menos posible y, de hecho, menos que la persona que compra especifique lo que que se espera de la otra parte contratante”[7].

Coase, es cierto, hace su argumento principalmente respecto de las fusiones verticales; pero éstos pueden ser entendidos también aplicables a las fusiones horizontales en la medida que éstas últimas generan “economías de escala”. Hay que tomar en cuenta, además, que no es inusual que en el mercado muchas adquisiciones que son calificadas como “horizontales” tienen un componente de “verticalidad” (por ejemplo: una empresa de consumo masivo que se compra a otra del mismo rubro, pero que quiere aprovechar la red de distribución propia que esta última tenía).

No podemos tampoco dejar de lado ese elemento de “empresarialidad” que frecuentemente es ignorado en la literatura de libre competencia y la práctica del Derecho de la Libre Competencia. Tal como señala Kirzner, en una publicación con más de 50 años, pero que muy posiblemente mantiene plena vigencia:

“Una economía que enfatiza el equilibrio tiende, por lo tanto, a pasar por alto el papel del empresario. Su papel se identifica de alguna manera con los movimientos de una posición de equilibrio a otra, con ‘innovaciones’ y con cambios dinámicos, pero no con la dinámica del proceso de equilibrio en sí mismo.

En lugar del empresario, la teoría de precios dominante se ha ocupado de la empresa, poniendo mucho énfasis en sus aspectos de maximización de beneficios. De hecho, este énfasis ha inducido a error a muchos estudiantes de teoría de precios a entender la noción de empresario meramente como el centro de la toma de decisiones de maximización de beneficios dentro de la empresa. Pero han pasado completamente por alto el papel del empresario en la explotación del conocimiento superior sobre las discrepancias de precios dentro del sistema económico[8] (el énfasis es nuestro).

Lo aquí señalado se condice con la evidencia (poco representativa, quizás, pero con un conocimento cercano) que uno adquiere cuando es testigo de algunas de estas operaciones, ya sea como asesor externo o trabajando directamente en una empresa. Las empresas que toman control de otras están buscando explotar (aun más) las ventajas comparativas que pueden tener respecto de quien está cediendo el control. A veces una empresa cuenta (o cree que cuenta) con conocimiento o activos (mayor conocimiento del mercado, mejores estrategias de ventas, una red de distribución, más o mejor financiamiento, activos estratégicos, fórmulas, entre otros) que le permiten aprovechar mejor que el vendedor ese conjunto de capital, conocimiento y trabajo que es la empresa.

El empresario, sobre todo el exitoso, lo es porque ve lo que otros no ven. Beatriz Boza lo reseña bien en un fragmento de su libro “Empresarios”, en el que narra la compra de la cadena de supermercados “Santa Isabel” por el grupo Intercorp. El principal accionista del grupo, Carlos Rodríguez-Pastor había decidido ya entrar al rubro del retail, y cuando en 2003 el grupo holandés Ahold, propietario de la cadena, la puso a la venta; llegó la oportunidad. La movida era arriesgada, considerando que Santa Isabel estaba operando a pérdida y endeudada. Pero Rodríguez-Pastor venía estudiando lo que pasaba en otros mercados y sabía que tener participación en el negocio de supermercados le permitiría llegar a más clientes de crédito de consumo; además de ofrecerle otras oportunidades de integración vertical. La operación no puede calificarse sino como exitosa. En 2014 la empresa facturó más de US$ 1250 millones, con un margen EBITDA de 6.2% y alcanzó el 34.1% de cuota de mercado[9].

Rodríguez-Pastor vio las sinergias que otros no vieron, pero además se atrevió a asumir el riesgo: “‘Nadie nunca vio las sinergias, concluye el empresario, recordando a los empresarios y ejecutivos que le advertían que iba a quebrar tras la adquisición de los activos de Ahold. Hoy tenemos un circuito de retail que nadie más puede tener”[10].

Estas sinergias y eficiencias, en línea con lo anterior, son reconocidas por las autoridades de competencia[11], que incluso entran a analizarlas sólo si la operación representa algún riesgo para la competencia. Nótese, en ese sentido, que incluso cuando las fusiones pueden tener algún efecto anticompetivo, existen eficiencias que podrían compensarlo. Es por eso que la gran mayoría de operaciones de concentración son aprobadas por las autoridades de competencia alrededor del mundo.

Existe evidencia según la cual empresas sancionadas en casos de cárteles luego optan por fusionarse[12], pero esto lo que amerita es que las autoridades de competencia pongan mayores esfuerzos en perseguir esas operaciones de concentración, no que se adopte un enfoque mucho más agresivo para revisar todas.

No planteo, por supuesto, que no exista control de concentraciones o si quiera que sea permisivo. Algunas fusiones pueden en efecto representar un riesgo para la competencia. Pero al analizarlas, de manera técnica y con evidencia, es importante reconocer que los empresarios pueden tener un sinnúmero de razones válidas de negocio para concretar una operación, razones que muchas veces no son totalmente formalizadas o incluso comprendidas por ellos mismos[13], ya que se actúa bajo un alto grado de incertidumbre y riesgo. La principal motivación del empresario es maximizar su beneficio, pero ni siquiera es que podamos asumir que este será mayor luego de “concentrar” el mercado[14].

Las agencias de competencia deben reconocer ello, y no presumir intenciones o impactos anticompetitivos. El Derecho de la Libre Competencia, y en particular los regímenes de control de concentraciones en todo al mundo requieren que se demuestre el impacto negativo sobre la competencia, y ello es así, precisamente, porque las fusiones no son como un cártel.

*****


* Gracias a Hugo Figari y Walter Alvarez por sus comentarios a un borrador inicial de este texto. Cualquier error u omisión sigue siendo, por supuesto, responsabilidad mía.

[1] El debate sobre la necesidad de contar con una Ley de Control de Concentraciones en el Perú se politizó y polarizó demasiado. Quienes se oponían llegaron a afirmar que era inconstitucional (muy discutible) o que constituía una política intervencionista (algo que creo, no se puede asumir sin más, sino que es contingente al tipo de norma que se apruebe o cómo esta se aplique). Por otro lado, los promotores de la norma, alegaban un inevitable escenario de mercados concentrados y monopolios de no aprobarse la norma (sin evidencia empírica de ello). Mi posición personal fue inicialmente escéptica, considerando que la prioridad desde un punto de vista de política de libre competencia debería seguir siendo desregular para eliminar barreras de entrada y perseguir cárteles. Dicho esto, una norma bien diseñada y bien aplicada (es decir, que en general no bloquee fusiones que no dañan la competencia, célere y que cuente con una adecuada protección de la interferencia política) no tiene por qué ser perjudicial para los mercados y puede reportar beneficios en términos de evitar fusiones anticompetitivas.

En el Perú, la Comisión de Defensa de la Libre Competencia y su Secretaría Técnica lo vienen haciendo correctamente, creemos. A la fecha, de las más de 20 solicitudes, se ha aprobado la gran mayoría sin condiciones, y una de manera condicionada. Además, se han resuelto las solicitudes en un promedio de 23 días, por debajo del plazo legal.    

[2] Ver, por ejemplo, el “peer review” elaborado por la OCDE, en el que se recomienda al Perú aprobar un régimen de control de concentraciones: ““Perú debe marcarse como prioridad el establecimiento de un régimen de control de concentraciones, dado que, en ausencia del mismo, los competidores pueden eludir la prohibición de los acuerdos anticompetitivos mediante la oportuna concentración ―con efectos potencialmente similares a los de cualquier cártel inmune a las investigaciones antimonopolio”. ORGANIZACIÓN PARA LA COOPERACIÓN Y EL DESARROLLO ECONÓMICOS. Exámenes inter-pares de la OCDE y el BID sobre el derecho y política de competencia: Perú. 2018. P. 12. Disponible en: https://www.oecd.org/daf/competition/PERU-Peer-Reviews-of-Competition-Law-and-Policy-SP-2018.pdf

[3] Pueden ver el video completo del evento aquí, lo recomiendo.

[4] Sobre el particular, puede verse el excelente libro de WERDEN, Gregory J. The Foundations of Antitrust. Durham: Carolina Academic Press, 2020. Pp. 11 – 19. Werden reseña cómo el término “trust” había perdido su sentido legal original (que podríamos traducir al castellano como “fideicomiso”), pasando a designar “todo tipo de acuerdo destinado a matar la competencia”.   

[5] Ver ALBRECHT, Brian. Are All Mergers Inherently Anticompetitive? 31 de Agosto de 2022. Disponible en: https://truthonthemarket.com/2022/08/31/are-all-mergers-inherently-anticompetitive/

[6] COASE, Ronald. The nature of the firm. En: Economica. No. 4. pp. 390-391. Traducción libre del siguiente texto: “The main reason why it is profitable to establish a firm would seem to be that there is a cost of using the price mechanism. The most obvious cost of ‘organising’ production through the price mechanism is that of discovering what the relevant prices are. This cost may be reduced but it will not be eliminated by the emergence of specialists who will sell this information. The costs of negotiating and concluding a separate contract for each exchange transaction which takes place on a market must also be taken into account”.

[7] Ibid., p. 391. Traducción libre del siguiente texto: “There are, however, other disadvantages-or costs of using the price mechanism. It may be desired to make a long-term contract for the supply of some article or service. This may be due to the fact that if one contract is made for a longer period, instead of several shorter ones, then certain costs of making each contract will be avoided. Or, owing to the risk attitude of the people concerned, they may prefer to make a long rather than a short-term contract. Now, owing to the difficulty of forecasting, the longer the period of the contract is for the supply of the commodity or service, the less possible, and indeed, the less desirable it is for the person purchasing to specify what the other contracting party is expected to do”.

[8] KIRZNER, Israel. Competition and Entrepreneurship. Chicago: University of Chicago Press, 1973. P. 27. Traducción libre del siguiente texto: “An economics that emphasizes equilibrium tends, therefore, to overlook the role of the entrepreneur. His role becomes somehow identified with movements from one equilibrium position to another, with ‘innovations,’ and with dynamic changes, but not with the dynamics of the equilibrating process itself.

Instead of the entrepreneur, the dominant theory of price has dealt with the firm, placing the emphasis heavily on its profit-maximizing aspects. In fact, this emphasis has misled many students of price theory to understand the notion of the entrepreneur as nothing more than the focus of profit-maximizing decision-making within the firm. They have completely overlooked the role of the entrepreneur in exploiting superior awareness of price discrepancies within the economic system”.

[9] BOZA, Beatriz. Empresarios. 14 decisiones empresariales que han transformado el Perú. Lima. EY-Deusto, 2015. pp. 156-157.

[10] Ibid., p. 158.

[11] Ver, por ejemplo, la sección Efficiencies de los (todavía vigentes, aunque en revisión) Horizontal Merger Guidelines, emitidos conjuntamente por el Department of Justice y la Federal Trade Commission de los Estados Unidos de América. Disponibles en: https://www.justice.gov/sites/default/files/atr/legacy/2010/08/19/hmg-2010.pdf

[12] Ver: DAVIES, Stephen, Peter ORMOSIZ y Martin GRAFFENBERGER. Mergers after cartels: How markets react to cartel breakdown. 13 de febrero de 2014. Disponible en: https://ueaeprints.uea.ac.uk/id/eprint/47814/1/14_1_complete_v2.pdf

[13] Siempre es bueno regresar, en este punto, a las importantes reflexiones del Juez Easterbrook. Ver: EASTERBROOK, Frank. Limits of Antitrust. En: Texas Law Review, No. 63, Vol. 1, 1984.

[14] ALBRECHT, Brian. Op. Cit. Albrecht explica claramente por qué no puede asumirse, sin más, que las ganancias monopólicas serán mayores que las ganancias en duopolio.


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