Estados Unidos vs Google: ¿qué podemos esperar de la demanda contra el gigante digital?*

En el que constituye el primer disparo de lo que podría ser una larga guerra contra las “Big Tech”, el Departamento de Justicia (DOJ, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos de América, junto a los procuradores generales de diversos Estados de dicho país, ha interpuesto una demanda contra Google por supuestos actos de monopolización (el equivalente al “abuso de posición de dominio” en nuestra legislación) en los mercados de servicios de motores de búsqueda general, servicios de publicidad relativa a búsquedas y publicidad de texto en búsquedas generales. El texto completo de la demanda está disponible aquí.

En el presente post tratamos de explicar en qué consiste el caso; qué elementos legales y económicos estarán en el eje de la discusión; además de adelantar algunos posibles resultados. Dado que los casos de Libre Competencia requieren un análisis muy detallado de información (mucha de la cual no es pública), no pretendemos dar una opinión concluyente sobre el caso.

1. ¿DE QUÉ SE ACUSA A GOOGLE?

El DOJ alega que Google ha celebrado acuerdos de exclusividad con fabricantes de teléfonos para que Google Search sea el motor de búsqueda predeterminado, sin que pueda ser desinstalado, y sin la posibilidad de que otros motores competidores puedan ser preinstalados. Así mismo, se denuncia que para acceder al App Store (Google Play) y a las API (Interfaz de Programación de Aplicaciones, es decir, un “traductor” que permite la comunicación entre dos sistemas o plataformas diferentes) de Google; deben preinstalar todo el ecosistema de apps de Google (Chrome, YouTube, Gmail, Maps), sin que puedan ser desinstaladas y además en posiciones preferentes. Tampoco pueden modificar el software de manera tal que generen nuevas versiones de éste (anti-forking agreements).

En cuanto a la publicidad, se acusa a Google de “compartir” con las plataformas a través de las cuales distribuye su motor de búsqueda (fabricantes de teléfonos, tabletas, browsers, entre otros) los ingresos por publicidad que incluye en sus resultados de búsqueda. Esto generaría barreras de ingreso a nuevos competidores, que no estarían en la posibilidad de pagar montos similares.   

Este gráfico en la demanda describe cómo Google muestra los resultados de búsqueda y sus publicidades (y, de paso, es un buen “easter egg” para los conocedores del Derecho de la Libre Competencia[1]).

Gráfico No. 1

Resultados de búsqueda en Google y avisos publicitarios relacionados

La demanda parte de la premisa de que Google tiene posición de dominio en el mercado de búsquedas de internet en base principalmente a su alta cuota de mercado (alrededor del 90% en el mercado de búsquedas generales).

Con estas conductas, Google estaría violando la Sección 2 de la Ley Sherman, que prohíbe los actos de monopolización, es decir, el uso de conductas restrictivas de la competencia para ganar o mantener un monopolio. La sección 2 de Ley Sherman guarda similitud con la prohibición de abuso de posición de dominio contenida en nuestra legislación, específicamente en el artículo 10 del Decreto Legislativo 1034 (Ley de Represión de Conductas Anticompetitivas).

2. ¿QUÉ DEBE DEMOSTRAR EL DOJ PARA GANAR EL CASO?

Para demostrar que en efecto Google ha incurrido en un acto de “monopolización”, debe acreditarse, en primer lugar, que la empresa tiene “poder monopólico” un alto grado de “poder de mercado”; y que, además, la conducta denunciada es anticompetitiva (daño real o potencial al proceso competitivo y a los consumidores).

2.1. ¿Tiene Google “poder monopólico”?

El poder monopólico consiste en la capacidad de una empresa de controlar los precios[2] del mercado (fijar sus precios por encima del nivel de competencia) o excluir competencia[3]. La metodología para determinar si un agente económico tiene poder monopólico —o “posición de dominio” en nuestra legislación— es, en términos generales, la siguiente:

i) En primer lugar, se define un “mercado relevante” (tanto desde el punto de vista del producto o servicio como desde el punto de vista geográfico) donde el poder de mercado de la empresa supuestamente monopólica sería ejercido;

ii) En segundo lugar, se calcula la participación de mercado de la supuesta empresa dominante en el mercado relevante previamente establecido; y,

iii) En tercer lugar, contrastar esta cuota con factores que podrían disciplinar (o de ser, el caso, potenciar) el poder de mercado de la empresa; tales como la existencia de barreras de entrada, la existencia de competencia potencial, capacidas de respuesta de los competidores, la presencia de mercados relacionados como en el caso de las “plataformas de dos lados”, entre otros.

En la demanda, el DOJ hace referencia a hasta tres mercados: servicios de búsqueda generales, mercado, de publicidad en búsquedas y el mercado de publicidad de texto en búsquedas generales.

Concentrémonos en mercado de servicios de búsqueda generales (que es finalmente el que Google apalancaría su supuesto dominio en la publicidad). Con dicha definición se excluye del mercado relevante a buscadores específicos (o como los llaman comúnmente, “buscadores verticales”) como Amazon, que podemos usar para buscar libros o discos; Trivago, que podemos usar para buscar pasajes y hoteles, o Yelp, que podemos usar para buscar restaurantes. Mucha gente usa incluso las redes sociales para buscar noticias u otro tipo de información que saben se comparte en ellas (y que incluso, debido a su especificidad, podrían no ser encontradas por Google).

Alega el DOJ que las otras plataformas mencionadas no pueden cumplir las mismas funciones que Google, y ello puede ser cierto. Sin embargo, la respuesta a la sustituibilidad entre motores de búsqueda generales y motores de búsqueda específicos (o, incluso, otras plataformas) es empírica y debe responderse con data: ante subidas en el precio (o “subidas de precio implícitas” como reducción de privacidad o fallas en el funcionamiento), ¿los usuarios se trasladaron a otros buscadores? La demanda no tiene data en ese sentido, pero ésta debería aportarse más adelante en el proceso.

Desde nuestro punto de vista, sería un error (aunque pasa en casos de libre competencia) determinar la sustituibilidad en función a las cualidades del producto. La demanda, alega, finalmente, que Google es un “gatekeeper” de todo internet. Otras vías ciertamente son usadas para acceder a mucha información. Creemos, en ese sentido, que el mercado relevante podría ser más amplio.

Aceptemos, en aras de de la discusión, sin embargo, las definiciones adoptadas por el DOJ. Así definido(s) el(los) mercado(s) relevante(s), el DOJ afirma que Google tiene posición de dominio debido, en primer lugar, a su alta cuota de mercado, 88%. Opinamos hace algunos años que llegar a esa conclusión en base a la cuota de mercado era, por decir lo menos, discutible. Deben analizarse otros factores.

Algo que es cierto (y donde debemos reconocer que fuimos demasiado optimistas en el artículo arriba linkeado, en lo que se refiere a las posibilidades de la alianza Yahoo-Bing) es que la alta cuota de mercado de Google no sólo se ha mantenido en el tiempo, sino que incluso ha aumentado. El Gráfico 2 (obtenido de la demanda) muestra la evolución de las cuotas de mercado de motores de búsqueda en los Estados Unidos de América.

Gráfico No. 2

Evolución de la cuota de mercado de buscadores de internet

en Estados Unidos de América (2009-2019).


Esta alta cuota de mercado se habría mantenido y aumentado, según el DOJ, porque existen barreras significativas de entrada porque la creación, mantenimiento y crecimiento de un motor de búsqueda requiere de grandes inversiones. La escala, también, sería una barrera de entrada significativa, porque afecta la capacidad de un buscador para proveer una mejor experiencia de búsqueda[4].  

Sin duda, se trata de costos importantes en los que el operador de un motor de búsqueda debe incurrir, pero, ¿son realmente barreras de entrada? Aunque la definición de barreras de entrada no es unívoca, Stigler ofrece una bastante precisa: una barrera de entrada es una condición que impone a los posibles entrantes al mercado costos de producción de largo plazo mayores a los que asumen las empresas que ya están en el mercado[5]. En otras palabras, hacer lo que el incumbente ya está haciendo le va a costar más al entrante. Entonces, si bien los costos antes descritos son importantes (inversión en servidores de billones de dólares según la demanda), no son costos que los incumbentes no están asumiendo.

En relación con la escala, es importante no perder de perspectiva que la escala se traduce en beneficios para los consumidores. Algo distinto sería generar escala en exceso a manera de amenaza a los posibles entrantes (la escala te da más capacidad de producción y por ende capacidad de expandir la oferta y bajar el precio). Pero eso no se está argumentando ni se ha acreditado. Como señala Thom Lambert: “una empresa que persigue mayores escalas, que hacen su producto mejor, está simplemente compitiendo por méritos”[6].

Es posible, además, que Google haya mantenido esta alta cuota de mercado en función a su mejor calidad, como parece indicar, por ejemplo, la decisión de Mozilla de volver a usar Google como motor de búsqueda por default en su explorador Firefox, luego de resolver un acuerdo que tenía con Yahoo[7].

No podemos olvidar además la existencia de competencia potencial. A los pocos días de interpuesta la demanda que aquí comentamos, el Financial Times anunció que Apple está acelerando el desarrollo de su propio buscador. Apple ciertamente tiene los bolsillos necesarios para hacer las inversiones necesarias, y tanto los posibles beneficios de dejar de “depender” de Google, como los posibles nuevos ingresos en “mercados adyacentes” pueden ser incentivos para entrar al mercado de motores de búsqueda.

Una pregunta que es también importante sería, ¿frente a quién es que Google ejerce posición de dominio? Las cuotas de mercado que plantea la demanda del DOJ están calculadas en función al número de usuarios, pero si nos ponemos a pensar que lo que puede ser más importante que eso para los competidores, actuales y potenciales de Google es el otro “lado” del mercado, el de los anunciantes, que son quienes finalmente sostienen el negocio. ¿No podría ser disciplinado un eventual intento de abuso de poder de mercado de Google por la televisión, la radio y la prensa escrita? El internet, en alguna medida al menos, les ha quitado ventas a los medios más tradicionales, pero éstos siguen siendo importantes (ver Gráfico 3).

Gráfico No. 3

Evolución del gasto publicitario según tipo de medios

Fuente: EVANS, Benedict. News by the ton: 75 years of US advertising. 15 de junio de 2020. Disponible en:  https://www.ben-evans.com/benedictevans/2020/6/14/75-years-of-us-advertising

En este punto, es importante considerar además que el precio de la publicidad ha venido bajando constantemente en la última década (hasta en 40%)[8], mientras que la producción ha aumentado. Tal como señala Eric Fruits, “la combinación de cantidades crecientes, costos decrecientes e ingresos totales crecientes es consistente con un mercado creciente y cada vez más competitivo, antes que de uno con creciente concentración y decreciente competencia”[9].

Otro aspecto que es interesante tomar en cuenta es el de la investigación y desarrollo. La teoría nos dice que un monopolio tiene todos los incentivos para, además de subir el precio y reducir la cantidad ofrecida en el mercado, no invertir mucho en mejorar la calidad de su servicio o innovar. Pues Alphabet (la compañía dueña de Google) ha invertido más de 26 mil millones de dólares en investigación y desarrollo en 2019. Esta inversión, además, ha venido en constante aumento en los últimos años.

2.2. ¿Es o debería ser ilegal lo que hace Google?

Incluso si concluyésemos que Google cuenta con posición de dominio, tenemos que preguntarnos: ¿las prácticas investigadas, deberían ser ilegales? ¿están generando daños (reales o potenciales) al consumidor o a la competencia?

Recordemos que la literatura legal y económica en materia de Libre Competencia reconoce las eficiencias y los aspectos procompetitivos de los acuerdos verticales; incluso en el caso de acuerdos más restrictivos como acuerdos de exclusividad[10]. Recordemos que los acuerdos de Google unicamente le dan una posición privilegiada (ya sea como buscador por default o como apps preinstaladas en un aparato), no le otorgan una exclusividad (que sería más fuerte).

Esta posición privilegiada o preferente no es tan distinta, por cierto, de lo que hacen muchas industrias. Los supermercados, por ejemplo, negocian pagos (o descuentos) para colocar los productos en la parte de los estantes con mejor visibilidad para el consumidor. Los restaurantes celebran acuerdos para servir en exclusiva determinadas bebidas, etc.  

Por supuesto, cada mercado amerita un análisis detallado y una primera pregunta que hacernos es ¿qué tan difícil es para los consumidores cambiar el motor de búsqueda establecido por default? ¿cuántos lo cambian? Si no lo hacen, ¿es por la superioridad de Google o existe alguna otra razón? Google argumenta que el cambio se puede hacer “con un click”. En realidad, son tres o cuatro pasos, pero es relativamente sencillo para un usuario medianamente familiarizado con los equipos. De todas maneras, el dato debe ser empírico. ¿Cuántos lo hacen efectivamente? Según la demanda, raramente.  

La sentencia contra Google en el caso Android tiene alguna información interesante al respecto[11]. Data comparando las búsquedas generales realizados en aparatos con los sistemas operativos Android y Windows Mobile indican que en este último, donde Google Search no está pre-instalado, y Bing es el motor de búsqueda por default, Google Search representaba entre el 40-50% de búsquedas en 2014 y entre el 10-20% de búsquedas en 2017. En cambio, en aparatos con Android, donde Google Search está siempre instalado, representó entre el 90 y 100% de todas las búsquedas generales. La Comisión Europea concluye de estos hechos que es muy difícil que se cambie de motor de búsqueda, pero siempre es importante preguntarnos por qué se cambia o no. ¿En algún momento Bing ha mejorado, al menos lo suficiente, para los consumidores? ¿O será que Microsoft nos hace más difícil cambiar el default?

Un dato interesante a considerar también es el hecho de que Google Chrome (no un buscador, sino un explorador) cuente con una cuota de mercado altísima (alrededor del 65% a fines de 2020) en el mercado de exploradores utilizados en desktops, en el que la regla general es que no esté instalado por default.   

En cuanto a los efectos sobre la competencia, el DOJ hace en su demanda un paralelo entre la estrategia de negocio de Google y el caso Microsoft. Sin embargo, y citando nuevamente a Thom Lambert, “una diferencia clave (…) es que las restricciones para el uso de su licencia de Microsoft restringían el acceso al mercado de Netscape sin mejorar la calidad de los productos de Microsoft (…). En el presente caso, cualquier impacto restrictivo para los rivales de Google en el mercado de búsqueda es incidental a los esfuerzos de Google para mejorar sus productos al incrementar su escala” (énfasis en el original)[12].

Por otro lado, el prohibir los acuerdos anti-forking, los “preinstallation agreements” y “revenue sharing agreements” perjudicaría la competencia en el mercado de sistemas operativos, léase, la competencia entre Apple y su iOS versus Google y su Android. Apple gana dinero vendiendo hardware (iPhones, iPads) fabricado por ella misma, en los que su sistema operativo “cerrado” viene preinstalado. Google, por el contrario, aunque también fabrica sus propios aparatos, licencia su sistema operativo Android a terceros. Lo hace “gratis”, pero a cambio logra que los navegadores y buscadores por defecto sean los suyos, recibiendo así ingresos por los avisos publicitarios que se hacen en todas las búsquedas de los usuarios de dichos equipos. Apple y Google compiten por precios y por calidad; pero también compiten por modelos de negocio. Eso es positivo para los consumidores y la competencia. Eliminar este tipo de acuerdos desaparecería un modelo de negocio que beneficia a los consumidores de Google y a los consumidores de hardware (es decir, a los que compran teléfonos Samsung, Huawei, Xiaomi), ya que pueden comprar aparatos más baratos[13].

En adición a lo anterior, prohibir los pagos que los dueños de buscadores de internet hacen para ser el buscador por default no tiene mucho sentido, ya que es precisamente la forma en la que los exploradores obtienen ingresos. Así, por ejemplo, el 95% de los ingresos de Firefox viene de regalías pagadas por buscadores de internet. Prohibir esos pagos eliminaría este modelo de negocio. Entonces, ¿pasamos a un modelo en el que debemos pagar por usar Opera o Firefox?, ¿o simplemente nos quedamos con los sistemas “nativos” de cada sistema operativo?

Seguramente estamos pasando por alto algunas otras preguntas relevantes para este aspecto del caso, pero ya el post está bastante largo.

3. ¿QUÉ CONSECUENCIAS PUEDE TRAER ESTE CASO?

Finalmente, es interesante adelantarnos a los posibles remedios a aplicar (asumiendo, claro, que estamos en efecto ante un problema de competencia). Además del pago de una indemnización bastante fuerte si se halla responsable a Google de actos de monopolización, las Cortes en los Estados Unidos de América tienen amplias facultades para dictar medidas estructurales y conductuales destinadas a fomentar más competencia o reestablecerla.

Son medidas estructurales, por ejemplo, el ordenar la venta de una determinada unidad de negocio (para evitar incentivos a la “auto-preferencia”[14]) o prohibir a Google entrar a un determinado mercado nuevo. Son ejemplos de medidas conductuales el ordenar a Google una determinada forma de mostrar sus resultados de búsqueda u obligarlo una pantalla previa a la instalación con opciones de motores de búsqueda (como se hizo en Europa luego del caso Android).

Me queda la duda de si esas medidas podrías ser eficaces en traer más competencia (si es que “más competencia” es necesaria en realidad). El separar unidades de negocio de Google no desaparecería su supuesto monopolio, sólo lo trasladaría.

El profesor Herbert Hovenkamp, señala, en ese sentido, que:

“Exigir a Google que se desprenda de su motor de búsqueda no necesariamente resolvería este problema —simplemente le daría el monopolio a una empresa diferente. Por el contrario, una orden judicial, una herramienta legal que prohibiría a Google pagar a otras empresas para que Google sea el motor de búsqueda predeterminado, puede atacar directamente al problema dando el control al usuario. La Unión Europea ha adoptado ese enfoque: los nuevos dispositivos vienen con una pantalla de inicio para que el usuario seleccione entre varios motores de búsqueda de forma predeterminada.

Muchos breakups (mandatos de desinversión) antimonopolio por prácticas monopólicas han hecho más daño que bien, haciendo que las empresas sean menos eficientes, arruinando los beneficios del consumidor y, a veces, incluso llevando a la quiebra a las empresas”[15].

Hovenkamp sí favorece, como se puede apreciar, remedios conductuales, tales como mandatos de interconexión, de tratamiento neutral o el ofrecimiento de opciones al consumidor al momento de configurar los productos.

Como podemos apreciar, el caso contra Google nos ofrece, hasta ahora, más preguntas que respuestas; más allá de que, para muchos, el disparo es muy débil y la “guerra” debió ser declarada hace buen tiempo. Al poco tiempo de interpuesta la demanda aquí comentada, la Federal Trade Commission demandó a Facebook. No se descarta un caso estatal contra Amazon; y Apple ya ha sido demandado por creadores de aplicaciones que buscan mantener ciertas condiciones de acceso a su tienda de aplicaciones. Para bien o para mal, se vienen muchas batallas, con mucho que aprender sobre estas plataformas, sus modelos de negocio y su impacto sobre la competencia y los consumidores. Lo importante es que el tratamiento de los casos sea técnico y se mantenga lejos del ruido político y mediático que, en la búsqueda de un enemigo, declaró hace tiempo a las “Big Tech” casi, casi, un villano irredimible. Si el enfoque político es el que predomina, las soluciones a las que arribemos van a limitar la competencia antes que promoverla.

——————–


* Hace algunas semanas estuvimos en el podcast Pausa Legal de Ius et Veritas (disponible aquí) explicando el caso. Algunas de las ideas expuestas en el presente texto emanan de esa conversación.

[1] Y en particular un guiño a quienes abogan por un enforcement más agresivo de las normas de Libre Competencia, en parte porque asumen una visión “estructuralista” de la competencia. En ese caso (Brown Shoe Co. Vs United States, 370 U.S. 294 (1962)), la Corte Suprema permitió que se bloquee una fusión que habría consolidado sólo el 5% del mercado de manufactura y venta de zapatos, supuestamente porque existía una “tendencia hacia la concentración”.

[2] Hacemos referencia a “precio” en el sentido más amplio posible. La política y legislación de libre competencia no está limitada a conductas que tienen que ver exclusivamente o siquiera principalmente con el precio monetario de los bienes y servicios (aunque es una acusación que frecuentemente se le hace). Si bien el precio suele ser el aspecto más visible y de más fácil probanza, la política y legislación de libre competencia también pueden incidir sobre conductas relativas a la calidad de un producto, o a cualquier otra condición de comercialización.

[3] Para mayor detalle sobre el “poder monopólico” o la “posición de dominio” (el término usado en nuestra legislación y la metodología para hallarla, revisar: GOMEZ, Hugo, FIGARI, Hugo y Mario ZÚÑIGA. Hacia una metodología para la definición del mercado relevante y la determinación de la existencia de posición de dominio. En: Revista de la Competencia y de la Propiedad Intelectual. Año 1, Nº 1 (Primavera 2005). Disponible aquí: https://mariozunigadotorg.files.wordpress.com/2020/12/hf-hg-y-mz-posiciocc81n-de-dominio.pdf (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[4] “94. The creation, maintenance, and growth of a general search engine requires a significant capital investment, highly complex technology, access to effective distribution, and adequate scale. For that reason, only two U.S. firms—Google and Microsoft—maintain a comprehensive search index, which is just a single, albeit fundamental, component of a general search engine.

95. Scale is also a significant barrier to entry. Scale affects a general search engine’s ability to deliver a quality search experience. The scale needed to successfully compete today is greater than ever. Google’s anticompetitive conduct effectively eliminates rivals’ ability to build the scale necessary to compete”. Demanda del DOJ, p. 31.

[5] Ver: POSNER, Richard. Antitrust Law. Second Edition. Chicago: The University of Chicago Press, 2001. p. 74. Posner hace referencia al seminal artículo de Stigler, Barriers to entry, economies of scale, and firm size. En: STIGLER, George. The organization of industry. Illinois: Irwin, 1968.

[6] “The central deficiency in the government’s case is that it concedes that scale is crucial to search engine quality, but it does not assert that there is a “minimum efficient scale”—i.e., a point at which scale economies are exhausted.  If a firm takes actions to enhance its own scale beyond minimum efficient scale, and if its efforts may hold its rivals below such scale, then it may have engaged in anticompetitive foreclosure.  But a firm that pursues scale that makes its products better is simply competing on the merits”. Ver: LAMBERT, Thom. Why the Federal Government’s Antitrust Case Against Google Should—and Likely Will—Fail. En: Truth on the Market, 18 de diciembre 2020. Disponible en: https://truthonthemarket.com/2020/12/18/why-the-federal-governments-antitrust-case-against-google-should-and-likely-will-fail/ (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[7] Podría afirmarse, por cierto, que los incentivos financieros de Google también juegan un rol en dicho regreso; pero el contrato con Yahoo incluía también un pago anual, nada menos que de US$ 375 millones.

[8] FRUITS, Eric. The Case Against Google Advertising: What’s the Relevant Market and How Many Are There? En: Truth on the Market, 17 de diciembre de 2020. Disponible en: https://truthonthemarket.com/2020/12/17/the-case-against-google-advertising-whats-the-relevant-market-and-how-many-are-there/  (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[9] Ibid. Traducción libre del siguiente texto: “The combination of increasing quantity, decreasing cost and increasing total revenues are consistent with a growing and increasingly competitive market, rather than one of rising concentration and reduced competition”.

[10] Ver, por ejemplo, ABBOTT, Alden y Joshua D. Wright. Antitrust Analysis of Tying Arrangements and Exclusive Dealing. George Mason University Law and Economics Research Paper Series 08-37. Disponible en: https://www.law.gmu.edu/assets/files/publications/working_papers/0837%20Antitrust%20Analysis%20of%20Tying.pdf (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[11] Google Android. Caso AT 40099. Procedimiento de Libre Competencia. Regulación del Consejo Europeo (EC) 1/2003. pp. 175-176. Disponible en: https://ec.europa.eu/competition/antitrust/cases/dec_docs/40099/40099_9993_3.pdf (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[12] LAMBERT, Thom. Op. Cit. Traducción libre del siguiente texto: “But a key difference (in addition to the fact that search defaults are quite easy to change) is that Microsoft’s license restrictions foreclosed Netscape without enhancing the quality of Microsoft’s offerings.  (…)  Here, any foreclosure of Google’s search rivals is incidental to Google’s efforts to improve its product by enhancing its scale”.

[13] Ibid.

[14] Sobre el concepto de la “auto-preferencia” o “self-preferencing” sugerimos visitar: PORTUESE, Aurelien. The Antitrust Prohibition of Favoritism, or the Imposition of Corporate Selflessness. En: Truth on the Market, 16y de diciembre de 2020. Disponible en: https://truthonthemarket.com/2020/12/16/the-antitrust-prohibition-of-favoritism-or-the-imposition-of-corporate-selflessness/ (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

[15] Traducción libre del siguiente texto: “Requiring Google to break off its search engine would not necessarily address this issue—it would just give the monopoly to a different owner. By contrast, an injunction—a legal tool that would forbid Google from paying other companies to make Google search the default search engine—can go straight to the problem by giving control to the user. The European Union has taken that approach: New devices come with a startup screen for the user to select from several search engines as a default.

Many antitrust breakups for monopolistic practices have done more harm than good, making firms less efficient, ruining consumer benefits, and sometimes even bankrupting firms”.  HOVENKAMP, Herbert. Antitrust Remedies for Big Tech. En: The Regulatory Review, 18 de enero de 2021. Disponible en:  https://www.theregreview.org/2021/01/18/hovenkamp-antitrust-remedies-big-tech/ (visitado por última vez el 26 de enero de 2021).

Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , | Deja un comentario

Transgénicos: comencemos por hacer las preguntas correctas*


La semana pasada el pleno del Congreso de la República aprobó un dictamen de la Comisión de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuanos, Ambiente y Ecología que consolida dos proyectos de Ley que buscan extender por 15 años adicionales la moratoria al ingreso y producción de organismos vivos modificados (OVM o transgénicos) aprobada mediante la Ley 26821 en 2011[1]. El Reglamento del Congreso exoneró el dictamen del plazo previo de pre-publicación[2], como si su aprobación fuese urgente, a pesar de que falta más de un año para el vencimiento de la moratoria. Además, en este caso hubiera sido relevante que también se pronuncien las comisiones de Ciencia y Tecnología y la de Economía, al estar ante una restricción absoluta al uso de una tecnología y al comercio de un tipo de bienes.

En el debate se han venido esgrimiendo diversos argumentos a favor y en contra de extender la moratoria, basados en los posibles efectos ambientales, económicos y sociales del uso de transgénicos en nuestra agricultura. Llama la atención, sin embargo, que muchos de los argumentos a favor de la moratoria hacen referencia a la “necesidad” (p.e.: “la agricultura ha venido creciendo sin transgénicos”) o “conveniencia” (p.e.: “es mejor posicionarnos como un país orgánico”) de utilizar o no transgénicos.

Creo que esos argumentos pierden de perspectiva el tipo de herramienta regulatoria que estamos discutiendo. Y es que la moratoria no es otra cosa que una prohibición total de usar una determinada tecnología (biotecnología) y/o un determinado tipo de bienes (semillas genéticamente modificadas). Es cierto que en el papel la moratoria “permite la investigación”, pero en la práctica ésta se hizo inviable ya que los investigadores debían cumplir con una pesada tramitología para poder utilizar OVM e incluso fueron materia de investigaciones administrativas y hasta criminales.

Si lo que estamos discutiendo es una prohibición, entonces, lo que tenemos que discutir es si hay una buena razón para prohibir. Para ello no basta argumentar que no hay necesidad o conveniencia.

Bajo el régimen económico consagrado en nuestra Constitución (artículo 58 y siguientes), el Estado garantiza las libertades de trabajo, empresa, comercio e industria. Estas libertades pueden, por supuesto, en efecto ser limitadas; pero estas limitaciones deben estar motivadas en razones de salud, seguridad pública, externalidades (daños a terceros), ausencia de competencia o competencia “indebida”, entre otras mencionadas en la propia Constitución. Esas limitaciones, además, deben ser razonables y proporcionales, según amplia jurisprudencia del Tribunal Constitucional.

Determinar si el país, si el mercado peruano “necesita” o no un bien determinado no es competencia del Estado peruano. Son los consumidores, con sus decisiones de compra, y los productores quienes deben determinar esto.  Si alguien produce algo que el consumidor “no necesita” habrá realizado una mala decisión empresarial y deberá asumir las consecuencias de sus actos, reconvirtiendo su empresa o saliendo del mercado.

Si lo que estuviéramos discutiendo fuera, por ejemplo, un subsidio o una exoneración, argumentos referidos a la “conveniencia” de una determinada tecnología o producto serían más relevantes. Pero ese no es el caso.

En el caso de los transgénicos, ya en 2010-2011 cuando se discutía la moratoria original contábamos con gran evidencia de que los transgénicos habían sido usados por más de dos décadas sin que se reporten daños a la salud humana y animal o a la biodiversidad. Pero en 2016 se publicaron sucesivamente estudios de diversas instituciones y personas de prestigio se han pronunciado contundentemente a favor de los beneficios de la biotecnología y confirmando su inocuidad. En primer lugar, la Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina de los Estados Unidos de América (ANC) señaló en un amplio informe que, luego de revisar cientos de estudios sobre el uso de la biotecnología, no hay evidencia sólida de daños a la salud debido al consumo de alimentos derivados de transgénicos, ni de relación causa-efecto alguna entre el uso de la biotecnología y daños al medio ambiente[3].

Posteriormente, la prestigiosa Royal Society del Reino Unido publicó otro informe, en el que concluye que es seguro comer transgénicos y que los cultivos transgénicos no dañan el medio ambiente[4]. La Comisión Europea, por su parte, no se quedó atrás y publicó otro informe en el que señala que los organismos genéticamente modificados (OGM) “no son, per se, más riesgosos que otras tecnologías agrícolas, como el cruce convencional de plantas” y que “la biotecnología no es un mero ejercicio académico: sus hallazgos y desarrollos conllevarán aplicaciones y productos esenciales para la sociedad”[5].

Una vez más, sin embargo, parece que la campaña de miedo de algunos se impondrá en el Perú. Ojalá el Poder Ejecutivo se digne a observar la norma. Otros ministerios llamados a proteger la regulación razonable y el Estado de Derecho deberían sumarse al Ministerio de Agricultura, que por lo menos se pronunció en contra de la norma.

Nunca tendremos buenas políticas públicas si no comenzamos por hacernos las preguntas correctas.


* Incluyo en el presente texto algunas ideas propias recogidas en el Policy Note elaborado para Contribuyentes por Respeto en 2016, y este antiguo post del autor: https://decomunsentido.wordpress.com/2011/08/24/%c2%bfno-%e2%80%9cnecesitamos%e2%80%9d-transgenicos/ (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020).

[1] Disponible en: https://leyes.congreso.gob.pe/Documentos/2016_2021/Dictamenes/Proyectos_de_Ley/05751DC19MAY-20201014.pdf (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020).

[2] Se exoneró además también este dictamen del plazo de pre-publicación en el portal web del Congreso. Ver: https://leyes.congreso.gob.pe/Documentos/2016_2021/Acuerdos/Junta_Portavoces/AJP05622-20201019.pdf (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020).

[3] National Academies of Sciences, Engineering, and Medicine. Genetically Engineered Crops: Experiences and Prospects. Washington, DC: The National Academies Press, 2016. Disponible en: http://www.nap.edu/catalog/23395/genetically-engineered-crops-experiences-and-prospects (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020). pp. xvii y 7.

[4] The Royal Society. GM plants: Questions and answers. Londres: The Royal Society, 2016. Disponible en: https://royalsociety.org/~/media/policy/projects/gm-plants/gm-plant-q-and-a.pdf (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020). pp. 22 y 25.

[5] European Commission. A decade of EU-funded GMO research (2001-2010). Disponible en: https://ec.europa.eu/research/biosociety/pdf/a_decade_of_eu-funded_gmo_research.pdf (visitado por última vez el 26 de octubre de 2020). pp. 16-17.

Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , | Deja un comentario

Robert Bork, el “cuco” perfecto del populismo antitrust*

“Si la raza humana termina siendo extinguida en una o dos generaciones, Robert Bork estará muy arriba en la lista de personas responsables”[1].

Vaya, esa sí que es una afirmación contundente. ¿Quién es este señor Bork? ¿Un científico loco que diseñó un arma de destrucción masiva? ¿Un presidente o militar que inició un conflicto armado de devastadoras consecuencias? ¿Un avaro gerente o dueño de una empresa culpable de un desastre ambiental?

IMG_7776 Bork

No, Robert Bork es un académico y juez de los Estados Unidos de América que contribuyó a redefinir el Derecho de la Libre Competencia al redefinir su principal objetivo con su obra cumbre: The Antitrust Paradox. A Policy at War with Itself. Al enfocar esta rama del Derecho en el “bienestar del consumidor” (lo cual implicó una predominancia del análisis económico) y no, por ejemplo, en la protección de pequeñas empresas o en la preservación de una determinada estructura de mercado; las decisiones judiciales fueron más permisivas con diversas conductas empresariales que antes eran o prohibidas o analizadas bajo un filtro mucho más estricto. Esto, en términos generales, fue positivo, pues muchas de estas conductas generaban eficiencias que redundaban en beneficios para los consumidores y para el mercado en general (la fijación -vertical- de precios de reventa, los contratos de exclusividad, entre otros). Asimismo, se dejó de bloquear fusiones que no representaban riesgos significativos para la competencia.

¿Por qué entonces una afirmación tan exagerada respecto del Juez Bork? Es necesario tener un poco de contexto.

En los Estados Unidos de América ha surgido en los últimos años un movimiento que podríamos denominar “populismo antitrust”. En Estados Unidos se le ha denominado sarcásticamente “hipster Antitrust”, aunque sus exponentes prefieren denominarse “neo-Brandesianos” (en honor al Juez de la Corte Suprema Louis Brandeis)[2].

La avanzada de esta corriente de opinión es liderada por miembros del Open Markets Institute como Lina Khan, Matthew Stoller y Barry Lynn. De la primera, el New York Times ha señalado que ha “reenfocado décadas de Derecho de la Libre Competencia con un solo artículo académico”[3]. El periódico neoyorquino, que ha sido una de las principales cajas de resonancia de este movimiento y es en general crítico de las plataformas digitales, describe el artículo de Khan, “Amazon’s Antitrust Paradox”[4], como “contrario a un consenso en los círculos del Derecho de la Libre Competencia que “data de los años 70’ -el momento en que la regulación fue redefinida para enfocarse en el bienestar del consumidor, es decir, en el precio. Dado que Amazon es famoso por sus bajos precios, es inmune a la intervención del Estado”[5].

Barry Lynn ha llegado a afirmar que “estas corporaciones [se refiere a Google, Facebook, Amazon y Apple] son un peligro para nuestra democracia. Son la mayor amenaza a nuestra democracia desde la Segunda Guerra Mundial”[6]. Otra afirmación “un poquito” exagerada, ¿no?

El populismo antitrust no sólo culpa a Bork (y la Escuela de Chicago) de que el Derecho de la Libre Competencia se haya vuelto “demasiado permisivo”. Sin ninguna evidencia, y dando un salto con garrocha lógico, atribuyen al cambio de paradigma promovido (entre otros) por Bork varios problemas sociales actuales (reales y no tan reales): incremento de la concentración, desigualdad, y hasta el hecho de que “las corporaciones dominen la política”[7].

Estas afirmaciones no deberían ameritar atención alguna, sino fuera porque a este grupo de académicos/activistas se han unido académicos que se pueden considerar parte del establishment del Derecho de la Libre Competencia, como Tim Wu, profesor de la Universidad de Columbia. Wu ha publicado en 2018 un libro denominado “The Curse of Bigness. Antitrust in The New Gilded Age”[8], en el que señala que:

“… En el curso de una generación, la legislación [de libre competencia] se ha reducido a una sombra de lo que fue, y de alguna manera ha dejado de tener una opinión contundente sobre la principal preocupación en relación con los monopolios. La Ley que la Corte Suprema alguna vez llamó una ‘la constitución de la libertad económica, destinada a preservar la competencia libre y sin restricciones’ ya no condena el monopolio, sino que se ha vuelto ambivalente y, a veces, incluso celebra al monopolista, como si el ‘anti’ en ‘antimonopolio’ hubiera sido descartado”[9].

Wu atribuye este cambio, por supuesto, a los “sospechosos comunes”, a los villanos favoritos del populismo antitrust, Bork y la Escuela de Chicago:

“¿Que pasó? Actualmente, la ley sufre de una indulgencia excesiva en las ideas popularizadas por primera vez por Robert Bork y otros en la Universidad de Chicago en la década de 1970. Bork sostuvo, inverosímilmente, que el Congreso de 1890 pretendía exclusivamente que la ley antimonopolio tratara un tipo de daño muy limitado: precios más altos para los consumidores. Esa teoría, el enfoque de ‘bienestar del consumidor’, ha debilitado la ley. Prometiendo una mayor certeza y rigor científico, no ha brindado ninguno y, lo que es más importante, descartó demasiado el papel que la ley pretendía desempeñar en una democracia, es decir, restringir la acumulación de poder privado sin control y preservar la libertad económica”[10].

¿Es cierto que la competencia se ha reducido en los Estados Unidos? ¿Es cierto que eso ha causado otros males sociales como la desigualdad o un debilitamiento del sistema democrático? En todos estos aspectos, el populismo antitrust está, creo, equivocado (aunque eso es materia de un trabajo más extenso). Sus argumentos no se basan en evidencia y más bien demuestran un conocimiento muy superficial del Derecho de la Libre Competencia y un mal entendimiento del estándar del bienestar del consumidor. En el presente texto me quiero centrar en demostrar por qué es injustificado que se atribuya a Bork, o incluso sólo a  la Escuela de Chicago, el cambio de paradigma del Derecho de la Libre Competencia.

Para entender ello, quizá la mejor fuente sea el artículo del profesor William Kovacic[11], sobre el “ADN intelectual” del Derecho de la Libre Competencia en Estados Unidos.

Kovacic - Antitrust DNA

En el artículo (que recomiendo lean completo), Kovacic reconoce que hay una tendencia a atribuir la tendencia hacia un menor intervencionismo del Derecho de la Libre Competencia a la influencia de la Escuela de Chicago y a describir a esta escuela como “extremista”. Pero esto, como explica detalladamente el profesor Kovacic, es inexacto por varias razones:

i) La Escuela de Chicago ha sido, sin duda alguna, determinante para llegar a lo que hoy es el Derecho de la Libre Competencia en Estados Unidos; pero no es la única corriente de influencia. La Escuela de Harvard, integrada por académicos como Philip Areeda, Donald Turner y el hoy Juez de la Corte Suprema Stephen Breyer, ha sido, por lo menos, igual de importante. La Escuela de Harvard, con su preocupación por el aspecto institucional y las limitaciones de información que enfrentan las agencias de competencia y los jueces, también implicó un enfoque cauteloso (y por ende, más permisivo) al perseguir y condenar prácticas unilaterales. Así, cada una por razones distintas, las escuelas de Chicago y de Harvard conforman la “doble hélice” del ADN intelectual del antitrust en los Estados Unidos.

ii) Bork es uno de los exponentes de la Escuela de Chicago (junto con Richard Posner y Frank Easterbrook, entre otros), pero las posturas dentro de esta escuela no son siempre unívocas. Posner, por ejemplo, era un poco más abierto a admitir casos de precios predatorios. Ciertamente era un escéptico a que esta práctica pudiera darse, pero admitía la posibilidad[12]. Bork proponía que las cortes ni siquiera admitieran estos casos.

iii) Muchos jueces “liberales”[13] en los Estados Unidos nombrados por presidentes del Partido Demócrata, entre los que se cuenta el mencionado Breyer, adoptaron decisiones que contribuyeron al cambio de paradigma aquí comentado.

iv) Otros académicos importantísimos del Derecho de la Libre Competencia, abogados y economistas, han adoptado el paradigma del “bienestar del consumidor”. Herbert Hovemkamp, y el mismo Kovacic, entre otros, han abrazado el paradigma del bienestar del consumidor.

Robert Bork, ciertamente, fue un Juez influyente, y su trayectoria no está exenta de capítulos polémicos. El rol que jugó en la “Masacre del sábado por la noche” y su aparente oposición al movimiento de derechos civiles lo hace el blanco perfecto de los activistas “liberales” en los Estados Unidos. Su proceso de (frustrada) confirmación en la Corte Suprema fue uno de los más polémicos de la historia. Pero nada de esto justifica las delirantes acusaciones del hipster antitrust.

The Antitrust Paradox es un libro que recomendaría a cualquier estudiante o abogado interesado en temas de Libre Competencia (e incluso de economía política). Puede discutirse si en algunos temas a Bork se le “haya pasado la mano”, y valga la pena corregir un poco el rumbo; pero su influencia (y la de la Escuela de Chicago) ha sido en general positiva para el Derecho de la Libre Competencia. Muchas conductas anteriormente perseguidas (fijación -vertical- de precios de reventa, contratos de exclusividad, entre otros) se han dejado de perseguir y ello ha permitido que las agencias de competencia pongan énfasis en las conductas que realmente afectan al consumidor.

—-
* El presente post es un “spin-off” de un artículo que estoy trabajando sobre los retos que las plataformas digitales plantean al Derecho de la Libre Competencia y plataformas digitales. Por un tema de espacio y de formato más académico, era más apropiado compartir estas líneas a través del blog. Además, necesitaba un poco de catarsis.  
[1] Ver: DOCTOROW, Cory. Robert Bork is the architect of the inequality crisis. 6 de septiembre de 2019. Disponible en: https://boingboing.net/2019/09/06/new-gilded-age-2.html
[2] El portal Competition Policy International tiene un volumen dedicado al “hipster Antitrust” que puede servir para darse una idea de las principales ideas de este movimiento. Ver: https://www.competitionpolicyinternational.com/wp-content/uploads/2018/05/AC_APRIL.pdf  (visitado por última vez el 23 de septiembre de 2019).
[3] Ver: https://www.nytimes.com/2018/09/07/technology/monopoly-antitrust-lina-khan-amazon.html (visitado por última vez el 23 de septiembre de 2019).
[4] Disponible en: https://digitalcommons.law.yale.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=5785&context=ylj (visitado por última vez el 23 de septiembre de 2019).
[5] New York Times, Ibid.
[6] Ver: Jaque a los gigantes tecnológicos. En: El País, 10 de junio de 2019. Disponible en: https://elpais.com/economia/2019/06/09/actualidad/1560082344_015036.html (visitada por última vez el 23 de septiembre de 2019).
[7] Ver: VAHEESAN, Sandeep. How Robert Bork Fathered the New Gilded Age. 5 de septiembre de 2019. Disponible en: https://promarket.org/how-robert-bork-fathered-the-new-gilded-age/ (visitada por última vez el 23 de septiembre de 2019). Vaheesan es Director Legal en el Open Markets Institute, y el artículo aquí citado es usado como fuente en el artículo cuya desafortunada afirmación abre el presente post.
[8] WU, Tim. The Curse of Bigness. Antitrust in The New Gilded Age. New York: Columbia Global Reports, 2018. 154 p.
[9] Ibid, p, (…). Traducción libre del siguiente texto: “… over the span of the generation, the [antitrust] law has shrunk to a shadow of itself, and somehow ceased to have a decisive opinion on the core concern of monopoly. The law that the Supreme Court once called a “comprehensive charter of economic liberty aimed at preserving free and unfettered competition” no longer condemns monopoly, but has grown ambivalent, and sometimes even celebrates the monopolist -as if the ‘anti’ in ‘antitrust’ has been discarded”.  
[10] Ibid, p. 17. Traducción libre del siguiente texto: “What happened? The law is currently suffering from an overindulgence in the ideas first popularized by Robert Bork and others at the University of Chicago over the 1970s. Bork contended, implausibly, that the Congress of 1890 exclusively intended the antitrust law to deal with one very narrow type of harm: higher prices to consumers. That theory, the ‘consumer welfare’ approach, has enfeebled the law. Promising greater certainty and scientific rigor, it has delivered neither, and more importantly, discarded far too much of the role that law was intended to play in a democracy, namely, constraining the accumulation of unchecked private power and preserving economic liberty”.
[11] KOVACIC, William. The intellectual DNA of modern U.S. Competition Law for dominant firm conduct: the Chicago/Harvard double helix. En: Columbia Business Law Review. Vol 2007, No. 1. Disponible en: https://www.ftc.gov/sites/default/files/documents/public_statements/intellectual-dna-modern-u.s.competition-law-dominant-firm-conduct-chicago/harvard-double-helix/2007dna_0.pdf (visitada por última vez el 23 de septiembre de 2019).  
[12] Posner propone un test de establecimiento de precios por debajo del costo marginal. Ver: POSNER, Richard A. Antitrust Law. 2a. Ed. Chicago: University of Chicago Press, 2001. p. 207 y ss.
[13] En el lenguaje político de los Estados Unidos ser “liberal”, por oposición a un conservador, implica una posición más progresista, orientada hacia la izquierda en lo económico.
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , | 1 Comentario

El problema de los “taxis por aplicativo”: la confianza es más que un slogan

El profesor Todd Henderson de la Universidad de Chicago[1] ha explicado que las plataformas digitales de servicio de transporte (“taxis por aplicativo” como Uber, Beat o Cabify) en realidad no compiten en el mercado de transporte propiamente dicho, sino que compiten (muchas veces con el Estado) en el mercado de generación de confianza. Como ya hemos explicado en un post anterior, las plataformas con sus mecanismos de información y evaluación, reducen los costos de transacción de asegurarnos que un perfecto desconocido tenga los incentivos adecuados para prestarnos el mejor servicio posible.

Eso es, precisamente, generar confianza. Las plataformas nos permiten saber (no de manera absoluta, pero con una confianza mayor que la que tenemos en los taxis tradicionales) que el carro llegará a tiempo, y que nos dará (nuevamente, en comparación con la calidad promedio de un taxi tradicional) un mejor servicio. Y es algo que empresas como Uber parecen haber entendido, a juzgar por su más reciente campaña de marketing: “la confianza comienza con un nombre”.

 uber1 confianza - nombre

Imagen: http://www.infomarketing.pe/marketing/noticias/uber-busca-humanizarse-con-su-campana-la-confianza-comienza-con-un-nombre/

El problema, lamentablemente, es que la confianza no es sólo un slogan. Empresas como Uber y Beat[2] han defraudado la confianza de muchos de sus consumidores en relación con los casos de abusos que involucraron a conductores de su plataforma.

Creo que esta pérdida de confianza tiene dos causas. En primer lugar, tal como reseñan Perú.21 y El Comercio en sendas notas sobre el tema, los filtros para la admisión de conductores son muy pobres. El valor de estas plataformas (que la teoría económica denomina “mercados de dos lados” o “two-sided markets”)[3] consiste en conectar a demandantes y oferentes de un determinado producto o servicio. Pero la plataforma tiene más valor si los demandantes y oferentes son de la mejor calidad posible. La plataforma debería asegurarse, en ese sentido, que los conductores reclutados deban cumplir ciertas condiciones mínimas.

Tal como reseña El Comercio, el procedimiento para ser chofer en Uber es demasiado fácil:

“El sistema en línea le pidió tomarse un ‘selfie’ y enviarlo junto con otros cuatro documentos: DNI, brevete, SOAT del auto (que no era de su propiedad) y el certificado de antecedentes penales.

Nadie le exigió revisión técnica, la tarjeta de propiedad ni los antecedentes policiales ni judiciales. “Al no exigir tarjeta de propiedad, cualquier carro robado podría ser registrado por la empresa”, dice el chofer. Antes de terminar el proceso de inscripción en Uber, la plataforma le solicitó contestar una serie de preguntas con alternativas sobre cómo comportarse de acuerdo con diferentes situaciones al volante. Fueron cerca de 10 preguntas”.

Como puede apreciarse, no hay una revisión personal ex-ante a los vehículos y choferes. Uber y Beat, en la misma nota, señalan que las revisiones se hacen ex-post ante pedidos expresos de los consumidores o bajas calificaciones.

En el caso de Beat, se señala que: “la revisión vehicular se realiza solo si algún pasajero critica el estado de un vehículo mediante la calificación de su viaje con Beat o el menú ayuda de la aplicación”; mientras que en el caso de Uber “(r)ealizamos inspecciones vehiculares aleatorias en función de la retroalimentación de los usuarios. Somos una plataforma que conecta personas interesadas en viajar de forma cómoda y confiable con conductores. Desafortunadamente, la tecnología no es infalible”.

Entiendo la idea detrás de este tipo de filtro. Si el ratio de conductores deshonestos o que cometen abusos es bajo, el costo de incurrir en una revisión profunda ex-ante podría no justificarse. Sin embargo, incluso si este ratio fuera bajo, las plataformas deben tomar en cuenta que el costo de cada uno de estos sucesos es alto. Si se materializan, implican daños a la propiedad, la libertad sexual o incluso la vida humana. En línea con ello, creo que sería válido tomar precauciones adicionales, en particular, una revisión mucho más profunda. No sé exactamente qué medidas deben tomarse, pero sugeriría, cuando menos, las siguientes:

  1. Que se realice revisiones presenciales a los choferes, verificando no sólo la autenticidad de los documentos presentados (licencias, tarjeta de propiedad, y otros), sino realizando pruebas más fidedignas que un mero cuestionario. La investigación personal de cada conductor no debería limitarse al pasivo pedido de un certificado de antecedentes. Debería hacerse una búsqueda más proactiva de antecedentes.
  2. Realizar pruebas de manejo. Estas sí podrían ser posteriores a la inscripción y aleatorias, pero no deberían estar sujetas a la existencia de una queja de los consumidores. Las plataformas deberían hacerlo proactivamente. (Recordemos que en el Perú los consumidores no son muy exigentes, les cuesta quejarse. Una gran mayoría de usuarios da una calificación aprobatoria casi automáticamente, y eso las plataformas lo saben).
  3. Exigir o incluso financiar (las economías de escala que han logrado las plataformas de usuarios deberían determinar que no sea demasiado caro) un seguro contra todo riesgo para todos los vehículos, más allá del SOAT.

En segundo lugar, sumado a este problema de calidad de servicio (el mal filtro), las plataformas han respondido muy mal a estas crisis.

Una regla esencial del manejo de crisis es restablecer la confianza de tus consumidores (y de las autoridades). Para ello, no debes dar la impresión de que “estás sacando cuerpo” del problema, incluso si no eres totalmente responsable del incidente que origina la crisis[4].

Las plataformas de transporte han respondido usualmente deslindando su responsabilidad: “nosotros no damos el servicio, sólo contactamos a conductores y pasajeros”; o “somos un servicio tecnológico, no de transporte”. Esto es, en estricto cierto; y no pretendo que la regla legal sea que una plataforma responda plenamente por todo lo que hacen los conductores. De hecho, he reconocido en un post anterior que:

“[el imponer] responsabilidad solidaria (…) respecto del servicio que prestan los conductores (…) simplemente destruye el modelo de negocio de las plataformas. Hay una razón por la cual Uber no compra directamente carros. Conducirlos es riesgoso. Es costoso monitorear el trato que cada chofer le da al auto. Es por esta misma razón que las empresas de taxis en Nueva York constituyen una empresa para cada taxi: limitar su exposición al riesgo”.

Pese a ello, no puede negarse el rol que cumplen las plataformas de transporte. Ellos son el “portero” que deja (o no) entrar al conductor al sistema. Ello debe implicar algún tipo de responsabilidad. Un consumidor razonable espera que la plataforma brinde acceso a conductores y autos que cumplan ciertas condiciones mínimas (un auto limpio, un conductor que no tenga un historial negativo de abusos, por ejemplo).

Cada vez que surge una de estas crisis, las plataformas deberían responder, cuando menos:

  1. Aceptando su responsabilidad en el tema. Parcial, ciertamente, pero alguna responsabilidad tienen.
  2. Colaborar con las autoridades y denunciantes para que se pueda investigar y sancionar a los responsables directos (conductores).
  3. Adoptar medidas para asegurar o al menos minimizar la cantidad de incidentes: por ejemplo: mejorando los filtros, proveyendo seguros, instalando mecanismos de alerta como “botones de pánico”, o generando una lista de infractores que se compartiría entre plataformas de modo tal que un abusador no se cambie de plataforma luego de ser dado de baja. Las medidas podrían ser muchas y no podría acá dar una lista exhaustiva. Pero las plataformas deben dar señales claras sobre este tema. Sobre este punto, es necesario que tampoco se prometa más de lo que se puede cumplir. Una plataforma sólo puede tener conductores tan buenos como los que la sociedad produce… es posible que siempre haya incidentes. Pero lo importante es que la respuesta sea rápida y contundente.

Como saben los que me han leído en este blog, soy un entusiasta de la economía de pares en general; y, en particular de las plataformas de servicio de transporte. Acaso por la falta de ejemplos más generalizados, estas plataformas, y en especial, Uber, han sido el ejemplo que más he usado para demostrar los beneficios sociales de esta “nueva economía”. Los eventos descritos no han cambiado mi forma de ver esta nueva economía. Pero mi entusiasmo no es ciego: si las empresas participantes de este mercado no asumen su responsabilidad, y no generan verdadera confianza en los consumidores; su legitimidad para oponerse a la “solución” regulatoria será escasa o nula.

Actualizado para corregir algunas fallas ortográficas y mejorar la redacción el 10 de mayo de 2022.

—–

[1] Alfredo Bullard reseña su argumento en su columna “Confianza”, publicada en El Comercio del 15 de julio de 2017. Disponible en: https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/confianza-alfredo-bullard-442407 (visitado por última vez el 30 de agosto de 2018).
[2] No quisiera centrar el comentario en estas compañías. Quizás no sean las únicas que hayan actuado como reseñamos en el post. Pero estas son las empresas con las que tienen que ver los últimos acontecimientos destacados en la prensa.
[3] Para una definición de este tipo de plataformas, ver: ROCHET, Jean-Charles y Jean TIROLE. Two-sided markets: An Overview. Disponible en: http://web.mit.edu/14.271/www/rochet_tirole.pdf (visitado por última vez el 30 de agosto de 2018).
[4] Ver: LEHANE, Cristopher, Mark FABIANI y Bill GUTTENTAG. Masters of Disaster: The Ten Commandments of Damage Control. McMillan, 2014. p. 26 y ss. (Edición Kindle).  
Publicado en Artículos | Deja un comentario

Economía de pares: ¿Qué significa el reciente pronunciamiento del Tribunal de Justicia Europeo sobre Uber?

Hace dos semanas el Tribunal de Justicia Europeo (TJEU) publicó su decisión en torno a una consulta (una “cuestión prejudicial”[1]) que le planteó el 3er. Juzgado de lo Mercantil de Barcelona: ¿Es Uber un “servicio de transporte” o un “servicio de la información”? La consulta se presentó en un caso en el que el referido juzgado debía decidir si Uber competía deslealmente con las empresas de taxis dado que los conductores que utilizan la aplicación no cuentan con la licencia que deben obtener dichas empresas.

Foto Taxi Expaña EFE.jpg

Foto: EFE.

La decisión ha sonado bastante y ha generado bastante polémica como todo lo relacionado a la “economía de pares” últimamente. Se ha dicho, por ejemplo que la decisión es una victoria para las empresas de taxis o que es “terrible” dado que implica que ahora a todas las plataformas de la economía de pares se les regulará como considerando que aplican el servicio subyacente (trasporte, alojamiento, comidas, etc.).

Quizás por eso, valiéndome del post de Rosa Guirado, es necesario aclarar qué no dice la decisión: no dice, para empezar, que la interpretación del TJEU sea vinculante para el 3er. Juzgado de lo Mercantil de Barcelona. La decisión no es vinculante y, por ende, no implica que Elite Taxi (la demandante) haya ganado la demanda de competencia desleal planteada contra Uber. La sentencia tampoco implica que el sector del taxi haya visto reivindicada alguna de sus pretensiones (por ejemplo, poner cuotas a las licencias para los prestadores del servicio de transporte); ni (felizmente) que el criterio de la sentencia vaya a aplicarse a las plataformas de economía colaborativa, considerando que prestan el servicio subyacente. Es decir, la sentencia no implica que ahora necesariamente deba interpretarse en los países de la Unión Europea que “AirBnB es una empresa de hoteles” ni que “UberEats es un restaurante”.

Otra cosa que es bien importante precisar, ya en relación a los hechos del caso, es que la denuncia que da origen a la consulta está referida al servicio “UberPop” que Uber prestaba en España: conductores particulares, sin licencias especiales, conduciendo autos particulares. Pues bien, este servicio ya no es prestado por Uber en dicho país. Uber ahora presta sólo el servicio “UberX”[2], en el cual los conductores tienen una licencia profesional y una “licencia VTC” (“vehículos turismo conductor”), lo cual los sujeta a determinada regulación[3].

Aclarados estos puntos, ya más tranquilos de que la decisión del TJEU no es el “fin de la economía colaborativa como la conocemos”, sí es importante analizar los criterios más importantes de esta.

En primer lugar, hay que señalar que la decisión sí reconoce que el servicio de intermediación que realizan las aplicaciones de transporte tipo Uber sí es, en principio, un “servicio de la sociedad de la información”:

“34 A este respecto, procede señalar que un servicio de intermediación consistente en conectar a un conductor no profesional que utiliza su propio vehículo con una persona que desea realizar un desplazamiento urbano constituye, en principio, un servicio distinto del servicio de transporte, que consiste en el acto físico de desplazamiento de personas o bienes de un lugar a otro mediante un vehículo. Debe añadirse que cada uno de estos servicios, considerados aisladamente, puede estar vinculado a diferentes directivas o disposiciones del Tratado FUE relativas a la libre prestación de servicios, como considera el juzgado remitente.

35      Así, un servicio de intermediación que permite la transmisión, mediante una aplicación para teléfonos inteligentes, de información relativa a la reserva del servicio de transporte entre el pasajero y el conductor no profesional que utiliza su propio vehículo, que efectuará el transporte, responde en principio a los criterios para ser calificado de «servicio de la sociedad de la información», en el sentido del artículo 1, punto 2, de la Directiva 98/34, al que remite el artículo 2, letra a), de la Directiva 2000/31. Como establece la definición contenida en la mencionada disposición de la Directiva 98/34, este servicio de intermediación es un «servicio prestado normalmente a cambio de una remuneración, a distancia, por vía electrónica y a petición individual de un destinatario de servicios»” (énfasis nuestro).

La  regla general, entonces es que las plataformas digitales de la economía de pares son “servicio de la sociedad de la información”. Esto es importante en la Unión Europea porque, una vez calificado como tal, las restricciones que los países pueden ponerle a dichos servicios son menores y están sujetas a ciertas condiciones. Los servicios digitales tienen un régimen de más libertad.

Ahora bien, sin perjuicio de lo anterior, el TJEU considera que, en el caso de Uber, la plataforma digital genera demanda para un nuevo servicio de transporte y en ese sentido, se le aplica predominantemente la Directiva aplicable a los servicios de transporte:

“… una situación como la que describe el juzgado remitente, en la que el transporte de pasajeros lo realizan conductores no profesionales que utilizan su propio vehículo, el prestador de este servicio de intermediación crea al mismo tiempo una oferta de servicios de transporte urbano, que hace accesible concretamente mediante herramientas informáticas, como la aplicación controvertida en el litigio principal, y cuyo funcionamiento general organiza en favor de las personas que deseen recurrir a esta oferta para realizar un desplazamiento urbano.

39      A este respecto, de la información de que dispone el Tribunal de Justicia resulta que el servicio de intermediación de Uber se basa en la selección de conductores no profesionales que utilizan su propio vehículo, a los que esta sociedad proporciona una aplicación sin la cual, por un lado, estos conductores no estarían en condiciones de prestar servicios de transporte y, por otro, las personas que desean realizar un desplazamiento urbano no podrían recurrir a los servicios de los mencionados conductores. A mayor abundamiento, Uber ejerce una influencia decisiva sobre las condiciones de las prestaciones efectuadas por estos conductores. Sobre este último punto, consta en particular que Uber, mediante la aplicación epónima, establece al menos el precio máximo de la carrera, que recibe este precio del cliente para después abonar una parte al conductor no profesional del vehículo y que ejerce cierto control sobre la calidad de los vehículos, así como sobre la idoneidad y el comportamiento de los conductores, lo que en su caso puede entrañar la exclusión de éstos.

40      Por consiguiente, debe considerarse que este servicio de intermediación forma parte integrante de un servicio global cuyo elemento principal es un servicio de transporte y, por lo tanto, que no responde a la calificación de «servicio de la sociedad de la información», en el sentido del artículo 1, punto 2, de la Directiva 98/34, al que remite el artículo 2, letra a), de la Directiva 2000/31, sino a la de «servicio en el ámbito de los transportes», en el sentido del artículo 2, apartado 2, letra d), de la Directiva 2006/123” (énfasis nuestro).

Esto, sin embargo, no es vinculante para el tribunal español que realiza la consulta, y no implica necesariamente que en España deban regular a Uber como a los taxis (aunque eso es lo que están haciendo en la práctica varias ciudades, en las que entendemos Uber viene cumpliendo con dicha regulación); sino que cada Estado es libre de regular a las plataformas de servicios de transporte, siempre que se respeten las normas generales del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Ello implica no discriminación, libertad de establecimiento en otros países, prohibición de ayudas estatales, entre otros.

En España, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) —el “Indecopi español”, si quieren, aunque con algunas funciones distintas— ha señalado que, al regular las plataformas de servicios de transporte “no se deben imponer restricciones a la libertad de establecimiento y circulación de nuevos operadores (servicios alternativos al taxi) salvo que sea absolutamente necesario y proporcionado para salvaguardar un determinado interés público legítimo. En ese caso, siempre con la vista puesta en el interés general y no en el de los posibles operadores afectados”. 

En cualquier caso, esta es una batalla que la CNMC deberá librar con el Ministerio de Fomento español, que quiere imponer restricciones totalmente injustificadas, tales como flotas mínimas o formas jurídicas particulares (personas jurídicas sin fines de lucro).

Lo más importante del fallo, en todo caso, es que, pese a que se reconoce que Uber es una plataforma en la que se encuentran pasajeros y prestadores del servicio de transporte, la participación de la empresa en la prestación del servicio sí es tal que la hace partícipe del servicio de transporte mismo. Uber, por ejemplo, nos cobra y factura el servicio, y define los términos y condiciones, estándares de servicio y precio de los viajes. Según el TJEU:

“…Uber ejerce una influencia decisiva sobre las condiciones de las prestaciones efectuadas por estos conductores. Sobre este último punto, consta en particular que Uber, mediante la aplicación epónima, establece al menos el precio máximo de la carrera, que recibe este precio del cliente para después abonar una parte al conductor no profesional del vehículo y que ejerce cierto control sobre la calidad de los vehículos, así como sobre la idoneidad y el comportamiento de los conductores, lo que en su caso puede entrañar la exclusión de éstos”.

Esta determinación del TJEU no es poco razonable. Uber, finalmente, sí tiene ese nivel de injerencia en la prestación del servicio (a diferencia de otros servicios de la economía de pares en las que las plataformas tienen menor incidencia).

Lo que no debe pasar luego de este fallo es que los policymakers (legisladores y/o reguladores) no distingan su labor de la del TJEU. El TJEU aplica la legislación, no diseña el policy. Al diseñar el policy los policymakers no deben limitarse a subsumir los hechos en una norma jurídica dada. Ellos pueden hacer la norma. Y al hacerla deben tomar en cuenta, como ya hemos señalado en post anteriores, que la economía de pares nos da una oportunidad para repensar la regulación. Deben tomar en cuenta, en ese sentido, que la tecnología nos ha permitido minimizar las fallas de mercado que justificaban (si acaso) la regulación de los taxis.

Un dato interesante que me quedó al leer la sentencia es la mención a la Directiva 2006/123 de la Unión Europea, según la cual sólo se deberá recurrir a un régimen de autorización previa cuando “el objetivo perseguido no se pueda puede conseguir mediante una medida menos restrictiva, en concreto porque un control a posteriori se produciría demasiado tarde para ser realmente eficaz”. En otros términos, sólo cuando el control ex post no sea eficiente, se aplica un control ex ante de ingreso al mercado. Música para mis oídos. Aunque esa directiva no sea aplicable al transporte, los reguladores de cada país deberían tomar en cuenta ese sensato criterio.

 

[1] Consultas que los juzgados de los países miembros pueden hacer al Tribunal de Justicia Europeo con la finalidad de aplicar su legislación interna armónicamente con el Derecho Europeo.
[2] Para evitar confusiones, es preciso aclarar que lo que en España se llamaba UberPop no es sino lo que acá conocemos por “UberX” (o “UberBlack” en su versión premium): choferes con una licencia normal (no profesional) en carros que no necesariamente cuentan con licencia de taxis.
[3] A la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres y su reglamento. También a diversas ordenanzas locales.
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , , , , | Deja un comentario

Indecopi, veterinarias municipales y public choice*

Acerca de la polémica surgida hace algunas semanas por el supuesto cierre o imposición de multa de Indecopi a una veterinaria municipal, creo que el comunicado de Indecopi es bastante claro. El operar una veterinaria municipal podría —énfasis en el “podría”, ya que el asunto está todavía en investigación— ser una violación al principio de subsidiariedad. No se trata, entonces, de impedir que “se cobren precios más bajos que los privados”, sino de hacer cumplir un principio consagrado constitucionalmente, que tiene además una poderosa razón de ser[1].

Indecopi veterinarias

Imagen: http://feis.utero.pe/2017/09/21/alucinante-denuncian-que-indecopi-quiere-cerrar-una-veterinaria-municipal-por-cobrar-mas-barato-que-las-privadas/

Quería aprovechar esta polémica, sin embargo, para analizar la actuación de las municipalidades desde la perspectiva de la “teoría de la elección pública” (public choice). La “teoría de la elección pública”, analiza los sistemas políticos y las normas legales (principalmente las constitucionales) que los regulan desde una perspectiva económica. La teoría parte de la premisa de que los políticos, funcionarios públicos y votantes actúan en el contexto político del mismo modo en el que los agentes económicos actúan en el mercado, buscando maximizar su beneficio (que, en este caso, no es necesariamente monetario, sino que se expresa en términos de mayor poder o presupuesto o de la posibilidad de mantener su cargo). Esto, claro, suena a perogrullada. Basta ver cómo actúan los políticos peruanos para reconocer que actúan generalmente para “la tribuna”. El tema es que el análisis político tradicional omite esto al diseñar las “reglas de juego”[2].

La teoría de la elección pública reconoce también el hecho de que los sistemas políticos son mecanismos de toma de decisiones en los que a menudo los beneficios son concentrados y los costos son difusos. Ello determina que las políticas públicas aprobadas no siempre sean las que maximizan el bienestar social. Esta idea puede explicarse mejor con un ejemplo: imaginemos que el Congreso está debatiendo el aprobar un subsidio a la industria del azúcar o un arancel que eleve el precio del azúcar importada. Los productores de azúcar tendrán mucho interés en este debate, pues cualquiera de esos beneficios podría incrementar sus ganancias significativamente (o salvarlos de la quiebra, si están en dificultades). Miles de millones de soles estarían en juego. Además, para los productores (unos pocos) organizarse es relativamente sencillo. En línea con ello, invertirán ingentes recursos en estudios, campañas y otros métodos para influenciar a los congresistas. Los consumidores, por su parte, se verían afectados por un aumento de precio en el azúcar, pero ello afectará marginalmente su presupuesto (digamos, en nuestro ejemplo, que el kilo sube un sol). Quizás, si sumamos a todos los consumidores, las medidas proteccionistas aprobadas tendrán más costos que beneficios; pero individualmente no serán tan dañinas para cada consumidor. Los consumidores, además, encontrarán más costoso organizarse para proteger sus intereses. Esto determina que el costo político para los congresistas no sean tan grande. Nadie dejará de votar por un congresista por aprobar un arancel; pero los azucareros sí les darán su voto y hasta financiarán sus campañas.

Creo que la teoría de la elección pública puede ayudarnos a apreciar el problema de las veterinarias municipales con una mayor perspectiva; y a darnos cuenta de un fenómeno acaso más importante: tengo la impresión de que las Municipalidades han pasado de proveer principalmente bienes públicos a proveer cada vez más bienes privados[3]. No tengo evidencia cualitativa de esto. Es una hipótesis. No sé si, quizás con otra combinación de bienes, esto siempre ha sido así (ahí está el caso del “vaso de leche”, por ejemplo). Pero observo que proliferan cada vez más casas del adulto mayor, clases de inglés y computación, guarderías y shows infantiles, wi-fi en los parques, entre otros. Estos son bienes que el sector privado podría proveer, son cosas que los ciudadanos podrían adquirir perfectamente en el sector privado[4].

De ser cierta esta premisa, deberíamos analizar si esta alteración en el “combo” de bienes públicos y privados influye en los patrones de votación y permite que los alcaldes capturen el favor de determinados bolsones de la población. Es posible, por supuesto, que los alcaldes provean estos bienes con las mejores intenciones e incluso con arreglo a Ley. Pero si les extraña por qué alcaldes investigados por corrupción son reelegidos, investiguen por qué sus votantes los quieren.

Dudo que la explicación sea tan sencilla como “a los votantes no les interesa la corrupción”. Es decir, creo que a algunos no les interesa y/o deciden convivir con ella, pero también creo que otros factores entran en juego. Los votantes ponen en la balanza el combo de bienes públicos y privados que los alcaldes les prometen. Sería interesantísimo investigar si los alcaldes reelectos tienen “bolsones de votantes” que los votan porque reciben determinados bienes gracias a ellos. Tal como en el ejemplo del azúcar, todos estamos molestos, estamos peor, si el alcalde no arregla las pistas; pero esa molestia es sólo una pequeña parte de nuestro bienestar total. Si, por otro lado, un alcalde regala una cocina o un carrito sanguchero a un votante, puede que le cambie la vida.

No sé qué tan relevante puede ser este fenómeno. De una búsqueda online no he encontrado estudios sobre el gasto municipal que analicen este balance; pero creo que sería interesante hacer ese trabajo. Lo que sí determinan algunos estudios es que el gasto municipal es bastante ineficiente (lo cual desde ya es suficiente para levantar algunas alarmas). ¿Qué tanto se ha alterado el balance entre bienes públicos y privados provistos por gobiernos locales? ¿Cómo se ha afectado la provisión de bienes públicos (pistas, veredas, limpieza, seguridad, etc.) por la provisión de estos servicios? ¿Ha afectado los patrones de votación o las tasas de reelección?

En cualquier caso, quizá no sea tan mala idea tener algunos “candados institucionales” como el principio de subsidiariedad, aunque en algunos casos no nos guste el resultado concreto.

* Como saben, soy miembro de la Comisión de Defensa de la Libre Competencia del INDECOPI, que no es la Comisión a cargo de revisar los casos referidos a la violación del principio de subsidiariedad (ese sería un caso de competencia desleal). De todas maneras, dada mi relación con el INDECOPI, aclaro que las ideas aquí expuestas no vinculan en modo alguno a dicha institución ni a su Comisión de Defensa de la Libre Competencia; y que dichas entidades no tienen influencia alguna en mi opinión sobre el tema.
[1] Para profundizar sobre el caso y su análisis legal recomiendo este post de Crossby Buleje: https://www.crosbby-buleje.com/single-post/2017/09/26/%C2%BFIndecopi-contra-los-animales-A-prop%C3%B3sito-del-caso-contra-la-veterinaria-de-Ventanilla. En este mismo blog he escrito antes sobre la estructura de incentivos que determina que, por lo general, las empresas estatales sean menos eficientes que las privadas: https://mariozuniga.org/2016/02/25/otra-vez-la-embarro-petro-peru-son-las-empresas-estatales-per-se-ineficientes/. Esta ineficiencia, que en el pasado nos ha costado una significativa pérdida de recursos públicos es una razón de ser para ser escépticos en torno al “Estado empresario”.
[2] Ver: RAMSEYER, Mark. Decisiones Públicas. En: POSNER, Eric (Compilador). Law & Economics. El análisis Económico del Derecho y la Escuela de Chicago. Lecturas en honor de Ronald Coase. Lima. Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, 2002. pp. 162-174.
[3] Hago referencia aquí a los conceptos económicos de “bien público” y “bien privado”. Bienes públicos son aquellos que tienen dos características: i) su consumo es “no rival”, es decir, que su consumo por parte de una persona no reduce la posibilidad de que otros lo consuman; y, ii) alto costo de exclusión, es decir, es muy costoso o difícil excluir del goce del servicio a quien no paga por él. Ver: COOTER, Robert y Thomas ULEN. Derecho y Economía. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. p. 64. Estas dos características determinan que normalmente no sea rentable proveer este tipo de bienes a través del sistema de mercado (dado el problema del “free riding”), lo cual justifica su provisión a través del Estado; pero es importante precisar que la sola presencia de estas dos características no debería determinar que un determinado bien deba ser público en todos los casos; ya que los privados pueden encontrar formas de proveerlo de manera rentable y, por ende, un nivel razonable de provisión del bien en cuestión.
Los sistemas jurídicos usualmente definen qué reglas se aplican a los bienes públicos (“de dominio público” o “de uso público”), aunque normalmente no tienen reglas para determinar cuándo un bien debe ser público. Ello obedece muchas veces a criterios políticos o difusos conceptos de “interés nacional”. El análisis económico debería informar reglas que, al más alto nivel normativo, definan cuándo un bien se considera público, con la finalidad de otorgar mayor predictibilidad a los agentes económicos.
[4] Esto no excluye, claro está, que el Estado pueda proveerlos de manera subsidiaria en aquellos nichos de mercado a los que no llega el sector privado o que pueda subsidiarse su provisión a las poblaciones más vulnerables.
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , , , | Deja un comentario

¿Necesitamos una nueva Ley para regular a Uber o TaxiBeat?: cuidado con crear una “Ley del Caballo”

Hace algunas semanas tuve la oportunidad de participar en el III Cyberspace Camp Andino, organizado por la Maestría en Derecho de la Propiedad Intelectual y Competencia de la Pontificia Universidad Católica del Perú y la International Technology Law Association. Me tocó comentar la presentación de Miguel Ibarra Trujillo, asesor del Congresista Miguel Ángel Elías Ávalos que presentó el “Proyecto de Ley que Crea y Regula el Servicio Privado de Transporte a Través de Plataformas Tecnológicas” (en adelante, el PdL).

bojack_horseman2

BoJack está molesto porque quieren regular Uber. Fuente de la imagen, aquí.

El PdL busca regular a empresas como Uber, TaxiBeat o Cabify, a las que en adelante llamaremos “plataformas de servicios de transporte” o simplemente “PST”, con la finalidad de “asegurar la legalidad del servicio, promover la mejora y calidad del mismo e identificar las corresponsabilidad entre el operador de la plataforma y los usuarios del servicio”.

En este post comparto algunas ideas sobre el PdL expuestas en el referido evento:

¿Cuándo es necesaria una nueva Ley?

Es notoria la tendencia de los abogados (aunque no solamente de los abogados) de pensar que cada fenómeno social nuevo necesita una nueva ley. “Entran en trompo” cada vez que una nueva tecnología o fenómeno parece no adecuarse al derecho existente o no tiene una “ley con nombre propio”. Pareciera que estamos ante un “horror al vacío legislativo”, derivado acaso de una falta de capacidad de abstracción suficiente que permita entender como los nuevos fenómenos sí pueden ser perfectamente ser subsumidos dentro de los supuestos de hecho de la legislación vigente.

Recuerdo, por ejemplo, a los civilistas “pasándose de vueltas” con los contratos mecanizados, los contratos en masa o los contratos por internet, supuestamente porque no respondían a la premisa tradicional de la contratación: la paridad de los contratantes. Más allá de posiciones doctrinarias sobre la existencia o no de negociación o de voluntad de los contratantes, el texto del Código Civil aplica perfectamente a este “nuevo” tipo de contratos.

¿Uber y Cabify necesitan una regulación? ¿Los drones necesitan una nueva regulación? ¿Los vehículos autónomos necesitan una nueva regulación? En alguno casos es posible que sí, pero, en la mayoría de los casos, no. No se necesita una nueva ley. Si las leyes generales están bien diseñadas, como puede ser un reglamento de tránsito; una Ley General de Transporte, un Código Civil o una buena ley de protección al consumidor, no necesitamos una nueva ley ni modificar las existentes.

Esta tendencia me hace acordar a un artículo[1] de Frank Easterbrook (sí, el de “Easterbrook y Fischel”, uno de los libros más importantes de Derecho Corporativo), Juez del Sétimo Circuito de Cortes de Apelaciones de los Estados Unidos y Profesor en la Universidad de Chicago, titulado “el Ciberespacio y el Derecho del Caballo”. El artículo es de 1996 cuando las discusiones sobre la relación entre el ciberespacio y el Derecho eran todavía una novedad.

En el artículo, Easterbrook cita a un ex – decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, Gherard Casper, que afirmaba estar orgulloso de que en Chicago no se dictase un curso de “Derecho del Caballo” (Law of the Horse). ¿Por qué? Porque según él la mejor forma de entender cómo la ley se aplica a fenómenos especializados es el estudiar las leyes generales. Así, yo no necesito estudiar un curso de “Derecho de los Caballos” ni necesito una “Ley del caballo” para saber qué reglas aplican cuando compro un caballo, cuando este compite, cuando lo vendo o cuando un tercero que me arrendo el caballo se cae. Lo que necesito es estudiar Derechos Reales, Derecho de Contratos y Derecho de la Responsabilidad Civil. Eso nos permite tener una rica gama de casos que nos permiten entender mejor el funcionamiento de las reglas legales y el sistema legal (y sus limitaciones) en beneficio de sus usuarios.

Un primer paso, entonces, al analizar un nuevo fenómeno desde el punto de vista legal, consiste en analizar seriamente si nuestras normas generales lo regulan.

La ley vigente sí regula a las PST

Regresando al proyecto materia de debate, llama poderosamente la atención el hecho de que la ley disponga la “creación” del “servicio privado de transporte”. Esperen… ¿y qué he venido usando todo este tiempo? Claramente, la legislación no crea nuevos servicios, ni tecnologías, ni mercados. El mercado (es decir, la gente, interactuando libremente) los crea. El legislador puede regular esa realidad, pero no la “crea”.

Más allá de esta confusión conceptual, el PdL evidencia claramente la falta de un análisis previo antes de proponer la norma al señalar que “el servicio de taxi vía plataforma virtual no está regulado por norma alguna en el Perú y requiere de una normatividad específica que garantice la confiabilidad del mismo” (énfasis mío). Más allá de que se podría requerir una regulación específica para este servicio (cosa que discutiremos más adelante), no resiste el menor análisis señalar que “no está regulado por norma alguna en el Perú”. Claro que lo está. Para empezar, creo que es imprescindible reconocer que en estos casos debemos distinguir entre dos servicios: el “servicio de transporte de pasajeros en autos privados”[2] propiamente dicho, y el servicio de prestar una plataforma para dicho mercado de transporte. El primero, prestado por los conductores o “taxistas”, consiste en llevar el pasajero de un lugar a otro, como un taxi. El segundo, prestado por plataformas tecnológicas como Uber, TaxiBeat o Cabify, consiste en brindar un mecanismo para que oferentes (conductores) y demandantes (pasajeros) del primero se “encuentren”, lo cual implica no sólo poder llamar a los conductores sino también registrar sus datos e historial, administrar los pagos y manejar el sistema de calificaciones, entre otros[3].

El primer servicio está regulado, en lo que se refiere al vehículo, el conductor y la infraestructura sobre la que se ofrece, por lo menos[4], por la Ley General de Transporte y Tránsito Terrestre, el Reglamento Nacional de Vehículos, el Reglamento Nacional de Tránsito y el Reglamento Nacional del Sistema de Emisión de Licencias de Conducir. Si interpretásemos que el servicio de transporte de pasajeros en autos privados es en efecto un “taxi”, además, el servicio estaría regulado, en la ciudad de Lima Metropolitana, por la Ordenanza No. 1684-MML. Además, el contrato entre pasajero y conductor está regulado, en lo no establecido por sus términos de servicio, por el Código Civil; y definitivamente cae bajo el ámbito de aplicación del Código de Protección y Defensa del Consumidor[5]. Si durante la prestación del servicio hubiera un accidente o incluso alguna agresión del conductor en perjuicio del pasajero, aplican el Código Civil (responsabilidad civil) y el Código Penal, respectivamente.

El segundo servicio, el de la plataforma, está regulado por sus propios términos de servicio y, supletoriamente, por el Código Civil. También, por supuesto, le resultan aplicables el Código de Protección y Defensa del Consumidor y las otras normas generales antes mencionadas. Estas normas generales, bien aplicadas[6], pueden ser más que suficientes para proteger al consumidor.

Pese a lo anterior, podría ser que una ley específica sea necesaria, pero para ello estaríamos hablando de regulación el sentido estricto, para lo cual sería necesario encontrar una falla de mercado que justifique dicha regulación.

¿Se justifica regular las PST?

Aunque en la realidad los Estados suelen regular los mercados por diversas razones distributivas (ya sea por una genuina preocupación por el bienestar de ciertos grupos o por presión de grupos de interés) o en base a difusas nociones de “interés público”; la teoría económica provee un marco de análisis que nos puede ayudar a tener coherencia y predictibilidad. La regla general es que, en mercados razonablemente competitivos y sin “fallas de mercado” significativas, las fuerzas del mercado son suficientes para llegar al equilibrio óptimo[7] para el consumidor. Entonces, sólo se justifica incurrir en el costo de regular allí donde determinadas condiciones estructurales (entiéndase, intrínsecas, permanentes en el largo plazo), que la teoría económica suele denominar como “fallas de mercado”, se presentan de una manera significativa, impidiendo el adecuado funcionamiento de los mercados. Las “sospechosas comunes” en este rubro son: la existencia de bienes públicos, la presencia de monopolios naturales, la existencia de asimetrías informativas significativas y la presencia de costos de transacción demasiado altos.

Es importante tomar en cuenta los adjetivos utilizados al describir las fallas de mercado: “significativas”, “demasiado altos”. Estas condiciones están presentes en todos los mercados (asimetrías de información, por ejemplo: rara vez un comprador conocerá tanto de un bien como el productor o vendedor) y sólo allí donde son muy intensas se justicia intervenir.

En el caso de la economía colaborativa en general, y las PST en particular, la tecnología en la que se basan permite precisamente minimizar el impacto de las fallas de mercado. Como hemos explicado en un post anterior, las PST reducen enormemente los costos de transacción y las asimetrías de información de utilizar los servicios de transporte en autos privados: nos permiten tener información sobre los conductores y puntuarlos (dándoles incentivos para proveer un mejor servicio), llamarlos previamente, pagar más rápido, etc. En línea con ello, deberíamos permitir que estos servicios funcionen “desregulados” (aplicándosele, por supuesto, las normas generales citadas líneas arriba: Código Civil, Código de Tránsito, etc.).

El optar por no regular se basa también en la poca efectividad de la regulación vigente para los taxis que el PdL (con ciertas diferencias) pretende extender a los PST: no asegura calidad, y la gran mayoría de taxistas no las cumplen. ¿Podría incrementarse la fiscalización? Sí, pero, ¿vale la pena? Por qué no mejor “regular” la calidad del servicio vía las plataformas.

Por supuesto siempre habrán fallas en la prestación del servicio que pueden perjudicar al consumidor, pero al tratarse de un mercado competitivo éste tiene distintas opciones para ajustar sus preferencias. En los últimos meses se han revelado numerosos casos de agresiones, robos, trampas en el cobro y otras faltas de los conductores de PST o de las mismas plataformas. Con todas estas fallas (ante las cuales sí tenemos herramientas legales distintas a las de la regulación), me quedo con los “taxis de app” antes que uno “de la calle”.

¿Qué cosas pretende regular el PdL?

Más allá de que hayamos considerado que no es necesario regular de manera específica las PST, vale la pena analizar el contenido del PdL y las obligaciones específicas que se pretende regular.

En términos generales, el proyecto no contempla regulaciones tan onerosas para los conductores, lo cual es correcto. No plantea, como ha sugerido más de uno, aplicar a los PST todas las obligaciones aplicables a los taxis tradicionales: licencias especiales, pintar el carro de amarillo y otras cosas que incrementan el costo del servicio sin beneficio conocido para el consumidor. Queda la duda del tipo de seguro que se pide (¿basta el SOAT?) y de la licencia aplicable (¿es la regular o se pide profesional? ¿o es la del SETAME?). Se establece además un registro pero no se justifica cuál es la necesidad o el beneficio que éste reportaría.

Lo que sí preocupa, sin embargo, es la responsabilidad solidaria que se impone a las PST respecto del servicio que prestan los conductores. Esta obligación simplemente destruye el modelo de negocio de las plataformas. Hay una razón por la cual Uber no compra directamente carros. Conducirlos es riesgoso. Es costoso monitorear el trato que cada chofer le da al auto. Es por esta misma razón que las empresas de taxis en Nueva York constituyen una empresa para cada taxi: limitar su exposición al riesgo.

Personalmente pienso que las PST, dadas las economías de escala con las que cuentan deberían asumir el costo total o parcialmente o por lo menos facilitar una negociación colectiva para que cada auto tenga un seguro de responsabilidad civil bastante amplio (mejor que el SOAT). Esto daría más seguridad a los consumidores. Pero esto no es algo que la Ley deba obligar a hacer. Como toda prestación, tiene un precio, y obligar a financiar este seguro (o establecer una responsabilidad solidaria) es incrementar el precio del servicio en perjuicio de los consumidores.

Luego de que la prensa resaltara los incidentes ocurridos en servicios contratados vía PST varias de éstas empezaron a publicitar más intensamente las características de sus servicios que supuestamente las harían más seguras. Hasta ahora el mercado desregulado (las PST) viene funcionado, aunque imperfectamente, mejor que el mercado regulado (“taxis tradicionales”). Las normas generales que velan por la competencia y una contratación transparente permiten que, en competencia, lleguemos a contar con un mejor servicio. No necesitamos una “Ley Uber” más de lo que necesitamos una “Ley del Caballo”.

—–

[1] EASTERBROOK, Frank H. Cyberspace and the Law of the Horse. 1996 University of Chicago Legal Forum 207 (1996). Disponible en: http://chicagounbound.uchicago.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=2147&context=journal_articles
[2] Uso el término “autos privados” para diferenciar a los autos de los conductores de taxis “tradicionales”, aunque sus autos sean también privados. Algunos de estos conductores de taxis tradicionales, cabe precisar, también se están valiendo de plataformas digitales para contactar pasajeros.
[3] Los términos de servicio de Uber, por ejemplo, establecen que: “Los Servicios constituyen una plataforma de tecnología que permite a los usuarios de aplicaciones móviles de Uber o páginas web proporcionadas como parte de los Servicios (cada una, una “Aplicación”) organizar y planear el transporte y/o servicios de logística con terceros proveedores independientes de dichos servicios, incluidos terceros transportistas independientes y terceros proveedores logísticos independientes, conforme a un acuerdo con Uber o algunos afiliados de Uber (“Terceros proveedores”). A no ser que Uber lo acepte mediante un contrato separado por escrito con usted, los Servicios se ponen a disposición sólo para su uso personal, no comercial. USTED RECONOCE QUE UBER NO PRESTA SERVICIOS DE TRANSPORTE O DE LOGÍSTICA O FUNCIONA COMO UNA EMPRESA DE TRANSPORTES Y QUE DICHOS SERVICIOS DE TRANSPORTE O LOGÍSTICA SE PRESTAN POR TERCEROS CONTRATISTAS INDEPENDIENTES, QUE NO ESTÁN EMPLEADOS POR UBER NI POR NINGUNA DE SUS AFILIADAS” (mayúsculas en el texto original). Los términos de servicio completos pueden consultarse en: https://www.uber.com/es-PE/legal/terms/pe/.
[4] Digo “por lo menos”, porque no soy especialista en transportes y por ahí alguna otra norma aplicable se me escapa. A efectos del presente post hice una somera revisión de las normas a las que remitía la ordenanza municipal mencionada y otras normas generales.
[5] Según el artículo III, “1. El presente Código protege al consumidor, se encuentre directa o indirectamente expuesto o comprendido por una relación de consumo o en una etapa preliminar a ésta; 2. Las disposiciones del presente Código se aplican a las relaciones de consumo que se celebran en el territorio nacional o cuando sus efectos se producen en éste (…)”. A diferencia del Código Civil, la aplicación del Código de Consumo no es supletoria. Este último aplica incluso si las partes quisieran pactar en contrario.
[6] Debo admitir que la “buena aplicación” de las normas generales mencionadas es una deuda pendiente, debido a una gran cantidad de deficiencias legales e institucionales. Es imprescindible que revisemos continuamente nuestras normas y, sobre todo, emprender reformas a nuestras instituciones, como el Poder Judicial, para proveerles de mejor infraestructura, capital humano y estándares de servicio.
[7] “Óptimo” no significa perfecto. Significa “lo mejor posible” en términos de calidad/precio tomando en cuenta el contexto en términos de sofisticación, presupuesto, y otras condiciones de los actores relevantes.
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , , , | 1 Comentario

Clemencia no es impunidad: en defensa de los programas de clemencia en los casos de libre competencia∗

Los programas de clemencia generan en quien no es conocedor en materia de libre competencia un comprensible rechazo inicial. En virtud de este mecanismo, recogido por la legislación de libre competencia en nuestro país desde inicios de los años 90’, una empresa infractora puede ser exonerada de la multa correspondiente o ser beneficiaria de una reducción, según corresponda, a cambio colaborar con la agencia de competencia para detectar o proveer evidencia de un cártel[1]. En otras palabras, este mecanismo funciona, como ya había explicado en un post anterior, como la “colaboración eficaz” en temas penales. Uno de los “malhechores” es perdonado de la sanción por delatar a sus cómplices. La completa exoneración de sanción, cabe precisar, procede sólo a favor de la primera empresa que reporta y provee evidencia de un cártel, antes de que la agencia inicie un procedimiento. Otras empresas que soliciten clemencia posteriormente sólo pueden beneficiarse de una reducción de la multa, y siempre y cuándo aporten evidencia adicional relevante.

whistleblower

Imagen: http://blog.transparency.org/2016/06/20/new-whistleblower-protection-law-in-france-not-yet-fit-for-purpose/

Esto preocupa en algunos sectores porque se percibe que las empresas infractoras “se la están llevando fácil”, al ser sancionadas con multas menores al beneficio obtenido de las prácticas anticompetitivas. Así, estaríamos ante un caso de “impunidad”. Es aparentemente esta preocupación lo que ha llevado al congresista Juan Carlos Gonzáles a presentar el “Proyecto de Ley que reduce beneficios para las empresas que se acogen al Programa de Clemencia para denunciar cárteles empresariales”. Según el proyecto, la reducción la multa conllevaría que no haya suficientes desincentivos para cartelizarse, razón por la cual establece que en ningún caso procede la exoneración total de la multa. El proyecto establece que el mayor beneficio posible que puede concederse a un “colaborador eficaz” en este tipo de casos es una reducción de la multa de hasta el 80%.

Este razonamiento, comprensible por cierto, está ignorando un hecho fundamental. Los cárteles son difíciles de detectar. Muy difíciles, de hecho. Las empresas que se cartelizan, y en particular aquellas empresas que implementan los cárteles más dañinos, son sofisticadas, cuentan con considerables recursos y saben que su conducta es ilegal. En atención a ello cubren muy bien sus rastros: no toman acuerdos por escrito, usan comunicaciones encriptadas, utilizan códigos o encubren sus reuniones en otros eventos.

En ese contexto, los programas de clemencia son un mecanismo que genera inestabilidad en acuerdos de por sí inestables (si todos los miembros del cártel suben el precio, la empresa que les «saque la vuelta» y lo baje podría quitarles ventas). Al darle un “premio” al colaborador, la agencia de competencia incentiva a que los miembros de un cártel delaten a sus cómplices ante la agencia de competencia, incrementando así la probabilidad de detección de éstos.

El denominado “caso de papel higiénico”, por ejemplo, se resolvió gracias a este mecanismo en un año y tres meses, cuando un caso de cártel promedio se resuelve, incluso en las jurisdicciones con mejores prácticas y con mucho más recursos que el INDECOPI, en un lapso de entre tres a cuatro años. En la Unión Europea, por citar un caso, los casos de cárteles se resuelven en un promedio de 50 meses[2].

Los programas de clemencia reducen los costos administrativos de litigio, porque la agencia de competencia accede a evidencia directa del cártel. Muchas veces, las agencias de competencia sospechan de un cártel o tienen pruebas incompletas (correlación de precios, comunicaciones ambiguas, documentos que prueban parcialmente el cártel limintándose a determinados sujetos o lapso, etc.) y el testimonio u otra información que entrega el colaborador les permiten “cerrar el círculo”. En ese contexto, no sólo el colaborador acepta su culpabilidad, sino que el resto de empresas litigan menos (ya fueron atrapados con las “manos en la masa”) y circunscriben sus argumentos a argumentos de puro derecho o a discutir la magnitud de la multa (que, repito, las otras empresas sí pagan).

La evidencia empírica demuestra el beneficio de este tipo de programas. Wils, por ejemplo, en un estudio[3] que analiza 20 años de casos de cárteles en la Unión Europea, concluye que el uso de los programas de clemencia facilita de detección temprana de los cárteles (lo cual permite evitar mayores daños a los consumidores). Klein, por su parte[4], presenta evidencia empírica de que los programas de clemencia efectivamente reduce la incidencia de cárteles, ya sea porque los detecta o los desincentiva. Klein concluye que los programas de clemencia reducen entre un 3 y 5% el margen entre precio y costo marginal en los mercados (un indicador de mayor competencia). En los Estados Unidos, más del 90% de las investigaciones por cárteles se iniciaron gracias a un pedido de clemencia. En la Unión Europea, esa cifra llega al 88%.

En el Perú, hemos avanzado lento con este tipo de mecanismos, pero en los últimos años el progreso es significativo. De 1996 a 2011 no llegó ninguna solicitud. Este mecanismo existe desde el Decreto Legislativo No. 701, nuestra primera ley de Libre Competencia, y fue un poco mejor regulado, aunque todavía con algunas deficiencias, en el Decreto Legislativo No. 1034, de 2008. Tampoco ayudaron algunos precedentes que exigían requisitos poco razonables que le restaban predictibilidad al mecanismo (admisión de todos los cargos, que el cartel no haya hecho un daño considerable, entre otros). La regulación de los programas de clemencia mejoró mucho con la promulgación del Decreto Legislativo No. 1205, en 2015; sumado al hecho que el propio INDECOPI ha promovido más activamente el mecanismo y de que los comisionados en los últimos años han sido más determinados al aplicar el mecanismo (perdonar al «cartelizado» tiene un costo político, después de todo). Desde que entró en vigencia el Decreto Legisltativo No. 1205 se han presentado 6 pedidos de clemencia.

En el afán de promover aun más el uso de este mecanismo, la Secretaría Técnica Comisión de Defensa de la Libre Competencia del INDECOPI publicó el año pasado un proyecto de Guía del Programa de Clemencia. Luego de recibir más de comentarios de diversos especialistas en Libre Competencia , incluyendo a organizaciones como la American Bar Association y la International Bar Association, la versión final se publicará en agosto de este año. La Guía establecerá las reglas y condiciones o restricciones que apliquen a los programas de clemencia (exoneración de sanción) con la finalidad de dar mayor predictibilidad a las empresas que se hayan cartelizado y a sus asesores legales.

Estamos mejorando mucho en lo que respecta a este mecanismo. Los indicadores son claros. El quitarle fuerza al mecanismo de clemencia, como pretende el proyecto de Ley mencionado líneas arriba, no desincentivará la formación de cárteles, sino que le quitará armas al INDECOPI para detectarlos. Como ha señalado Sergio Moro, Juez del caso Lavajato en Brasil: “quien, en general, critica la colaboración negociada está a favor, aparentemente, del código de silencio de las organizaciones criminales, lo que sí es reprochable”.

Es mejor perdonar a uno de los ladrones que dejar libre a toda la banda. 

Actualización: la versión final de la guía fue publicada el 31 de agosto de 2017. La encuentran aquí.

__
[*] El autor es miembro de la Comisión de Defensa de la Libre Competencia del INDECOPI. Las ideas aquí expuestas, sin embargo, no vinculan en modo alguno al INDECOPI, ni a la Comisión de Defensa de la Libre Competencia o su Secretaría Técnica. Pero eso ya lo sabían, ¿no?
[1] El mecanismo se utiliza casi exclusivamente en casos de cárteles (no en casos de abuso de posición de dominio) dada su dificultad para detectarlos y la existencia de menores incentivos para la presentación de denuncias de parte.
[2] Ver: HÜSCHELRATH, Kai y Ulrich LAITENBERGER. The Settlement Procedure in EC Cartel Cases: An Empirical Assesment Kai. ZEW – Centre for European Economic Research Discussion Paper No. 15-064. Agosto de 2015. p. 14.Disponible en: http://ftp.zew.de/pub/zew-docs/dp/dp15064.pdf (Visitado por última vez el 27 de julio de 2014).
[3] WILS, Wouter P.J. The Use of Leniency in EU Cartel Enforcement: An Assessment after Twenty Years. King’s College London Law School Research Paper No. 2016-29. Junio de 2016. Disponible en: https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=2793717 (Visitado por última vez el 27 de julio de 2014).
[4] KLEIN, Gordon. Cartel Destabilization and Leniency Programs – Empirical Evidence. ZEW – Centre for European Economic Research Discussion Paper No. 10-107. Disponible en: https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=1854426&download=yes (Visitado por última vez el 27 de julio de 2014).

 

 

Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , | Deja un comentario

La equívoca guerra del New York Times contra la economía de pares

Hace casi un año conversábamos sobre la “economía de pares” en el II Cyberspace Camp Andino (presentación, aquí: Presentación Sharing Economy Cyberspace Camp 24.08.2016) y ya entonces señalé que al evaluar los beneficios y costos de la economía de pares no debemos caer en la denominada “falacia del nirvana”. Pues bien, eso es precisamente lo que hace el New York Times (NYT) en un reciente y muy duro editorial en el que critica a la economía de pares o, más específicamente a la “economía del cachuelo” (gig economy)[1]. En el citado editorial, el NYT señala que “no hay ninguna utopía en compañías como Uber, Lyft, Instacart o Handy, cuyos trabajadores son a menudo manipulados para trabajar largas horas a cambio de bajos salarios, persiguiendo continuamente el próximo viaje o tarea”[2].

Foto post Uber NYT

¿No hay ninguna utopía? ¿Utopía? ¿Es que acaso el estándar para decidir el marco regulatorio o siquiera la opinión que tenemos de un determinado mercado, industria o compañía es ahora la perfección? Lo importante para determinar si la economía de pares resulta beneficiosa o no para los consumidores o para quienes prestan servicios en ella no es el hecho de que ésta sea perfecta o que no tenga ningún costo, molestia, o aspecto negativo, no. Todo servicio falla o está sujeto a contingencias (nuestro prestador del servicio de internet nos deja sin señal algunas horas, las aerolíneas nos hacen esperar más de la cuenta en algún aeropuerto; a veces justificadamente, otras no). Prestarlo, a su vez, está sujeto a exigencias, demandas o incluso molestias (si Usted tiene la suerte de ser un empleado formal en el Perú, por ejemplo, debe cumplir un horario fijo y debe soportar a jefes y clientes que no siempre son razonables). Lo importante es que, en términos generales, la economía de pares presente beneficios relativos frente a la “economía tradicional”. He argumentado en este blog que es así (al menos en muchos mercados).

No debemos perder de vista que la alternativa a un servicio en la economía de pares no es necesariamente un servicio regulado perfecto o infalible. La alternativa puede ser no prestar ningún seervicio (y quedarse sin ingresos). En una economía tan informal como la peruana, además, la alternativa a la economía de pares no es sino el ofrecer el servicio en el mercado informal (mucho menos supervisado y seguro).

Del mismo modo, el estándar de análisis a utilizar para determinar si economía de pares debe ser regulada o no (y cómo) no debe ser irrazonablemente exigente: no es necesario que el mercado sea “perfecto” (no existe tal cosa) para determinar que la regulación no es necesaria. Basta que el mercado sea razonablemente competitivo y que las “fallas de mercado” no tengan efectos negativos significativos. Es claro que estas condiciones tampoco se cumplen en muchos mercados tradicionales que actualmente se regulan (o se regulan más de lo estrictamente necesario); pero en ese caso las explicaciones de la regulación son otras[3]. La economía de pares nos ofrece, precisamente, una oportunidad para repensar la regulación y “nivelar la cancha” para permitir más competencia en beneficio de los consumidores.

El editorial del NYT al que hicimos referencia se basa en un artículo previo del mismo diario titulado “How Uber uses psychological tricks to pus hits driver buttons” (“Cómo Uber usa trucos psicológicos para manipular a sus conductores”), en el cual se detallan mecanismos diseñados por Uber, utilizando la ciencia conductual, para motivar a sus conductores a salir a conducir o a estar un rato más en la calle. Así, por ejemplo, Uber les manda mensajes a los conductores a través de la aplicación indicándoles cuándo hay “horas punta” o cuánto les falta para llegar a una determinada meta de ingreso (“¡una carrera más y llegarás a los S/. 200!”).

Según el NYT, estas técnicas —que, por cierto, no le molestan cuando el Gobierno las usa para regular patrones de consumo— permiten a empresas como Uber “explotar a los trabajadores”. Esto no tiene ningún sentido, realmente. Como señalamos en un post anterior, ni los trabajos en la economía del cachuelo son tan onerosos, ni las empresas tienen tanto poder de mercado como para poder hablar de explotación (no, por lo menos, en sentido estricto).

Agrega el NYT que los trabajadores de la economía del cachuelo tienden a ser pobres y a pertenecer a minorías (en Estados Unidos, muchos inmigrantes prestan el servicio) y “reconocen que el dinero que ganan en plataformas digitales era esencial o importante para sus familias”. No logro identificar el problema aquí. El NYT está describiendo una solución como si fuera el problema. ¿Cómo están mejores los prestadores de servicios en la economía de pares? ¿Con el cachuelo o sin el cachuelo?

Termina el NYT señalando que “dado que la mayoría de trabajadores en la economía del cachuelo son considerados contratistas independientes, no empleados, no califican para recibir protecciones básicas como sobre tiempo o salario mínimo. Esto ha ayudado a Uber, que inició sus servicios en 2009, a crecer rápidamente, llegando a contar con 700,000 conductores activos en 2014, casi el triple del número de conductores de taxi y choferes en el país”[4].

Como señala Jeffrey Tucker, sin embargo, el hecho de que Uber haya crecido tanto bajo este modelo también puede ser indicativo de algo: las personas pueden preferir este modelo. Las cargas que representa el derecho laboral les significan en muchos casos recortes en el salario neto recibido. Trabajar en cachuelos a través de la economía de pares les permite complementar ingresos de otros trabajos o negocios o tener más tiempo para otras actividades, con bastante flexibilidad.

Nuevamente, siguiendo a Tucker, si Uber, Lyft, o las muchas compañías que ofrecen “cachuelos” en la economía no son en realidad un beneficio para las personas que las utilizan para trabajar de forma independiente, genial. Que vengan mejores aplicaciones, o que éstos trabajadores sigan buscando un trabajo en la economía «real» (formal o informal). Pero démosles a ellos la posibilidad de elegir.

Sospecho, sin embargo, que ese no es el problema. El problema es que la economía de pares no calza en la “cosmovisión” de algunos que ven el mundo a través de estructuras fijas y de transacciones en las que sólo una de las partes puede ser el “ganador” y la otra es siempre el “perdedor” o la “parte débil”. Curiosamente, esa forma de ver el mundo le podría estar quitando a la gente un mecanismo de mejorar su situación afectando lo menos posible su independencia.

La alternativa, a ese cachuelo, “explotador” y “manipulativo” que ofrece el ser conductor de Uber no es (menos en una economía tan informal como el Perú) ser un empleado formal con todos los beneficios de ley; la alternativa es perder ese ingreso o ser un taxista informal, con menos seguridad y largos tiempos de inactividad.

No se trata, por cierto, de defender a Uber. Esta empresa puede haber tenido prácticas cuestionables como amenazar con liberar datos sensibles de algunos políticos, o tratar de “bypassear” las políticas del Apple Store de Apple. Su CEO, Travis Kalanick es un personaje, por decir lo menos, político. Pero no por castigar a esta empresa vamos a privar a los usuarios de las plataformas digitales (proveedores de servicios y consumidores, ambos) de las enormes posibilidades que nos ofrece la economía de pares).

Lo perfecto es lo enemigo de lo bueno.

P.S.: Geoffrey Manne, profesor de George Mason University y Director Ejecutivo del International Center for Law and Economics, tiene un artículo muy bueno criticando el informe del NYT que dio origen al editorial. Además, se dio el trabajo de elaborar una versión revisada (con control de cambios) que quedó genial y que pueden ver aquí.

————

[1] Por “economía del cachuelo” nos referimos a plataformas que permiten conectar a demandantes de servicios específicos con oferentes de éstos. Uber es el caso más conocido. Aunque muchos de sus conductores se dedican a tiempo completo a prestar el servicio, caso en el cual ya no hablaríamos de un cachuelo, sí hay casos de estudiantes, amas de casa que utilizan sus tiempos libros e incluso empleados que complementan su ingreso de esta forma. Programas como Amazon Flex permiten que la gente haga “cachuelos” como courier en su tiempo libre. En el Perú ya existe, también una aplicación que conecta a los consumidores con técnicos en gasfitería, electricidad, etc.
[2] Traducción libre del siguiente texto: “In reality, there is no utopia at companies like Uber, Lyft, Instacart and Handy, whose workers are often manipulated into working long hours for low wages while continually chasing the next ride or task”.
[3] Ver: Viscusi, W. Kip, Joseph E. Harrington, Jr. y John M. Vernon. Economics of Regulation and Antitrust, Cuarta Edición. The MIT Press: Cambridge, 2005. p. 361 y ss. Viscusi, Harrington y Vernon explican cómo la teoría de la regulación pasó de la “teoría del interés público” a la teoría de la “captura regulatoria” y luego a la “teoría económica de la regulación”, ninguna del todo coherente con la realidad. Al final, la regulación responde muchas veces a intereses particulares de una industria, en combinación con grupos de interés con genuino interés de proteger al consumidor y/o con el interés de las autoridades en incrementar su crédito político, facultades o presupuesto.
[4] Traducción libre del siguiente texto: “Since workers for most gig economy companies are considered independent contractors, not employees, they do not qualify for basic protections like overtime pay and minimum wages. This helped Uber, which started in 2009, quickly grow to 700,000 active drivers in the United States, nearly three times the number of taxi drivers and chauffeurs in the country in 2014”.
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , , , , | Deja un comentario

¿Se debe castigar la “especulación” y el “acaparamiento” en situaciones de emergencia?

Luego de que el huracán Katrina, uno de los más destructivos de la historia de Estados Unidos, azotará Mississippi en 2005, la ciudad quedó en gran medida sin servicios básicos. John Shepperson vio en el desastre una oportunidad: compró 19 generadores; rentó un camión y manejó casi 1000 kilómetros desde Kentucky hasta Mississippi, con la intención de venderlos al doble de su precio. No pudo hacerlo, sin embargo, debido a que las leyes estatales de dicho Estado castigan los “precios abusivos” (price-gouging). En vez de hacerse de un ingreso extra, John Shepperson pasó 4 días en la cárcel y los generadores le fueron confiscados[1].

Foto escasez agua

Foto: El Comercio

Pues bien; lo mismo le podría pasar en el Perú ahora que el Congreso ha aprobado, por unanimidad, una “Ley que sanciona el acaparamiento, la especulación y la adulteración en las zonas declaradas en Estado de Emergencia por desastres[2]. La Ley aprobada, entre otras modificaciones, restituye el delito de acaparamiento en el Código Penal, en los siguientes términos:

Acaparamiento

Artículo 233.- El que acapara o de cualquier manera sustrae del mercado, bienes o servicios de primera necesidad, contenidos en los decretos supremos mediante los cuales se declara el estado de emergencia por desastres, con el fin de alterar los precios, provocar escasez u obtener lucro indebido en perjuicio de la colectividad, en el ámbito geográfico de la referida declaratoria, será reprimido con pena privativa de la libertad no menor de tres ni mayor de seis años….”.

Asimismo, modifica el tipo penal de la especulación, en los siguientes términos:

Especulación

Artículo 234.- El productor, proveedor, o comenrciante que pone en venta bienes o servicios de primera necesidad, contenidos en los decretos supremos mediante los cuales se decreta el estado de emergencia por desastres, a precios superiores a los habituales, en el ámbito geográfico de la referida declaratoria, será reprimido con pena privativa de la libertad no menor de tres ni mayor de seis años…”.

¿Es esto algo bueno o malo? Más allá de que creo que a cualquiera le genera cierta indignación el hecho de que alguien se “aproveche” de la desgracia ajena, nuestra respuesta a la pregunta planteada no debe basarse solamente en la calificación moral (que, por cierto, no necesariamente debería ser negativa) de la conducta que se quiere prohibir o, menos aún, en sus motivaciones. Es imperativo que nos preguntemos sobre el efecto en el bienestar social que la regla propuesta tendría, no sólo en el “especulador” (¿es razonable ir a la cárcel por subir un precio?), sino también en las poblaciones en áreas de desastre (¿el sancionar a los “especuladores” incrementará la oferta de bienes de primera necesidad en áreas de desastre? ¿la disminuirá?).

Analizar el potencial impacto de la ley no es útil solo porque nos permite evitar efectos no deseados; sino porque nos permite explicar a aquellos que bienintencionadamente (una premisa generosa, lo sé) la proponen cuál será el efecto de la norma. Permite también que el votante promedio se informe acerca del verdadero impacto de las normas y no caiga tan fácil víctima del populismo. Esta, además, es la respuesta más empática (he abogado en este blog por la necesidad de un liberalismo más empático), ya que no se limita a hacer a invalidar una regla por su mera incongruencia con un principio u objetivo económico, o a alguna norma legal, sino que muestra el daño (o beneficio, de ser el caso) concreto que la regla puede hacer a las personas.

En primer lugar, analicemos un poco los textos aprobados. Incluso de una revisión superficial puede notarse que los tipos penales incluyen términos que permitirían una amplia y peligrosa en la discrecionalidad de la norma (o que, quizás, determinarían su inaplicabilidad). En el caso del acaparamiento la aplicación del tipo podría ser un poco más clara. Aporta claridad a la norma el hecho de que los bienes o servicios materia de acaparamiento estén en una lista dictada por el poder ejecutivo y que la norma aplique previa declaración de un estado de emergencia (y sólo en el ámbito geográfico y temporal de tal declaratoria). Esto reduce el ámbito de aplicación de la norma. Subsiste, sin embargo, el elemento subjetivo de la intención, ya que el tipo requiere una intención de “alterar los precios, provocar escasez u obtener lucro”. Dado que todo empresario comercial bienes con finalidad de lucro, esta intención se podría presumir en toda operación comercial. Es decir si en un primer momento (digamos, cuando recién se anunció una inundación o un terremoto) tiene un determinado stock de agua, ¿asumiremos que no la vendió para esperar a que suba el precio? ¿Quizás tuvo otras razones para no atender o venderla? (por ejemplo, lidiar con la propia emergencia).

El tipo de la “especulación” es el que ofrece más problemas. El tipo se circunscribe, tal como en el caso de la especulación, al ámbito geográfico y temporal de una declaratoria de emergencia. Pero al determinar frente a qué precios se aplica hace referencia a “precios superiores a los habituales”. Allí nos enfrentamos a dos preguntas elementales: 1) ¿Qué son los “precios habituales”? (esta pregunta, a su vez, da origen a otras: ¿El precio promedio de los últimos años? ¿Y la inflación? ¿El precio promedio de los últimos meses?); y, 2) ¿qué margen de “sobreprecio” gatillará la aplicación de la sanción penal? (¿Un sol de sobreprecio? ¿Un 1% o un 100% de sobreprecio? ¿Se admitiría acaso un “sobreprecio” que refleje el incremento de costos propio de situaciones de emergencia?). Tal como está regulado en otras latitudes, las normas de control de precios en situaciones de emergencia , como es el caso de Virginia, por ejemplo, se establece que el precio “habitual” es el precio promedio de los diez días anteriores a la emergencia. Se permite, asimismo, incrementos de precio que reflejen incrementos de costos.

El mayor problema de las normas propuestas, sin embargo, es su potencial impacto. A priori, como pasa con todo control de precios, podemos intuir que la norma ocasionará una escasez artificial de los productos bajo su ámbito de aplicación.

Ninguno de los proyectos de Ley que dio origen a la norma contiene evidencia que respalde la propuesta (pueden ver todos los proyectos aquí). El análisis costo-beneficio brilla por su deficiencia. Todos los proyectos hacen referencia, en el mejor de los casos, al costo explícito de aplicación de la norma; e incluso allí fallan flagrantemente, pues no reconocen los significativos costos administrativos que la aplicación de una norma de este tipo conlleva: monitorear los precios de cada cadena de supermercados y bodega; analizar la información, arrestar a los infractores, procesarlos y condenarlos, etc.

El proyecto de la Defensoría del Pueblo (el más importante quizás, ya que fue el que inició el debate), por ejemplo, limita su análisis costo-beneficio a los siguientes dos párrafos:

 “La implementación del presente Proyecto de Ley requerirá que el Poder Ejecutivo establezca los bienes que integran una canasta básica de bienes y servicios que son imprescindible en situaciones de desastres [esto ni siquiera debería ser parte del análisis costo-beneficio, es una explicación adicional del contenido de la norma].

 Teniendo en cuenta lo anteriormente expuesto, el presente Proyecto no implicará gasto presupuestal para ninguna entidad [esto es evidentemente falso, por lo señalado líneas arriba], y, desde otra perspectiva, podemos señalar que la no aprobación de una norma como la propuesta, implicará que la población se vea afectada por la escasez de productos o servicios sin justificación”.

Como podrán apreciar, no se analiza lo más importante: ¿cuál será el costo para los ciudadanos de la norma? ¿Por qué no se cita, por ejemplo, la experiencia que Perú ha tenido con la aplicación de la pena por especulación o de acaparamiento? No hemos encontrado ningún estudio similar para el Perú (aunque el Congreso podría encargar un estudio antes de proponer una norma de este tipo, ¿no?), pero sí uno para Estado Unidos. En 2007, Montgomery, Baron y Weisskofp publicaron un “estudio de estudios” del impacto de las leyes de price gouging en Estados Unidos[3]. Según el estudio, una ley federal contra el aumento de precios hubiera incrementado entres mil y dos mil millones de dólares los costos causado por los huracanes Katrina y Rita, en términos, básicamente de eliminar los incentivos para llevar bienes y servicios a las zonas en las que más se necesitan. Además, el estudio encontró que los daños causados por la norma se hubieran concentrado precisamente en las zonas más afectadas por la emergencia. En otros términos: si impedimos que los comerciantes suban el precio de los bienes en áreas de emergencia, les estamos quitando los incentivos para llevarlos a dichas zonas, a las que por cierto, puede ser más difícil o riesgoso acceder. Esto, claramente, no favorece a los habitantes de dichas zonas.

Además, como ha destacado Giberson[4], esto reduce los incentivos para que la gente en zonas de emergencia compre más bienes de los que necesita, exacerbando así la escasez.

Esto es fácil de ilustrar con un ejemplo:

Hace algunas semanas, las lluvias inundaron la ciudad de Piura. Ante esta emergencia, se cerraron algunas carreteras y colapsó el suministro de agua potable. La sola emergencia causó que el agua en botella sea un bien escaso (se restringió la cantidad ofrecida y aumentó la cantidad demandada). En este contexto, un bodeguero decide subir el precio de la botella de agua de S/. 1 a S/. 3. ¿Es ese aumento malo o bueno? Por supuesto que el precio de S/. 3 le va a causar un daño inmediato al consumidor en las zonas afectadas. Le está extrayendo ingreso.

No obstante ello, sancionar penalmente ese aumento de precio tiene dos efectos:

  1. Elimina el incentivo adicional que el bodeguero tenía para abrir la bodega (a riesgo de que se inunde su local; de asaltos que, lamentablemente se dan en estas situaciones; entre otros) o de ir a otra localidad a buscar más suministros (lo cual le genera un costo directo). Ese mayor precio, además, puede ser una señal para que productores o distribuidores desvíen más productos a las zonas de emergencia. Finamente, una botella de agua era, al momento de la desgracia, presumiblemente más valiosa en Piura que en Lima.
  2. Podría causar que otros consumidores compren más de lo que necesiten, dejando a otros consumidores privados del bien. El precio mayor puede disciplinar a los consumidores que, siguiendo un comprensible instinto de protección, pretenden comprar diez botellas cuando necesitan cinco (como pasó, de hecho, con algunos limeños exagerados, que se volcaron a los supermercados a comprar todo el agua que pudieran). Curiosamente, una ley contra el acaparamiento, podría causar acaparamiento.

A la luz de esta información, creo que incluso desde el punto de vista moral una regla como la que se propone es indeseable. ¿Qué puede hacer el Estado para evitar que las víctimas de desastres sufran, encima del desastre, un aumento de precios? Más allá de cumplir su rol primordial en la emergencia de desastres reconstruyendo puentes y carreteras, tendiendo “puentes aéreos”, drenando zonas inundadas, etc. (que, si lo hace bien, probablemente contribuya a que los precios vuelvan a la “normalidad”; puede canalizar donaciones e incluso proveer directamente los bienes escasos. Eso le daría a los afectados fuentes alternativas de abastecimiento que les permitirían “contestar” los precios altos de algunos (sí, algunos, porque no hay siquiera evidencia de que la “especulación” haya sido generalizada en el último desastre en el Perú) comerciantes.

Nos seguirá indignando que una botella de agua pase de costar un sol a costar tres, pero el agua más cara (y la que te mata de sed) es el agua que no llega.

Actualización (21.03.2020): el proyecto de Ley fue observado por el Poder Ejecutivo, por lo que no se convirtió en Ley vigente. El texto de la observación está disponible aquí

—–

[1] Los hechos descritos son recogidos de MOHAMMED, Rafi. The problem with Price-gouging laws. Disponible en: https://hbr.org/2013/07/the-problem-with-price-gouging-laws (visitada por última vez el 19 de abril de 2017).
[2] La norma podría ser todavía observada por el Poder Ejecutivo. En ese supuesto, el Congreso podría aprobarla por insistencia, lo cual parece perfectamente posible dado que la Ley fue aprobada por unanimidad en primera instancia.
[3] Montgomery, W. D., R. A. Baron y M. K. Weisskopf. Potential Effects of Proposed Price Gouging Legislation on the Cost and Severity of Gasoline Supply Interruptions. En: Journal of Competition Law & Economics. Vol. 3, No. 3 (2007). Disponible en: https://academic.oup.com/jcle/article-abstract/3/3/357/775279/POTENTIAL-EFFECTS-OF-PROPOSED-PRICE-GOUGING?redirectedFrom=PDF (consultado por última vez el 27 de abril de 2017, acceso con pago).
[4] GIBERSON, Michael. The Problem with Price Gouging Laws. Is optimal pricing during an emergency unethical? En: Regulation. Spring 2011. Disponible en: https://object.cato.org/sites/cato.org/files/serials/files/regulation/2011/4/regv34n1-1.pdf (consultado por última vez el 27 de abril de 2017).
Publicado en Artículos | Etiquetado , , , , , | Deja un comentario